Un deslumbramiento muy natural

 

Comencemos por volver al dos de octubre de 1928, al momento en que san Josemaría se sentó en la mesa del cuarto que ocupaba en la casa de espiritualidad de los PP. Paules en la calle García de Paredes de Madrid y colocó el libro del ejercitante, los libros que había llevado de casa y terminó por extender los papeles donde había ido anotando las luces que Dios le había ido dando en las últimas semanas. Indudablemente, no podía sospechar lo que iba a suceder: el Espíritu Santo envió un gran resplandor, una luz intensísima y vio el Opus Dei proyectado en el paso de los siglos y miles de personas de toda clase y condición en todas las encrucijadas del mundo encendidas en el amor de Dios.

Quedó tan deslumbrado que cayó al suelo de rodillas agradeciendo a Dios su gran bondad, porque había convertido en divinos los caminos de la tierra. Mientras estaba saboreando el don de Dios escuchó las campanas de Nuestra Señora de los ángeles de Cuatro Caminos que llamaban a misa de 10.00. Es lógico, pues Dios suele enviar esa mezcla de lo humano con lo divino y de lo natural con lo sobrenatural para que nadie piense que las luces que envía son quimeras irrealizables, vanos sueños o sencillamente  una simple ilusión.

Hildegarda de Bingen en el siglo XIII narraba que Dios le hablaba últimamente en latín en vez de en alemán y que le trazaba verdaderos programas de vida cristiana, como se puede leer en el “Scivias”, por ejemplo, cuando le explicaba lo que era la Santa Misa y, entonces, la palabra más repetida era: luz, sobrecogedor, pan, vino y, por supuesto, sacrificio de valor infinito.

Gracias al “lumen gloriae” que recibiremos al llegar al cielo podremos ver a Dios y en Dios todas las cosas pasadas, presentes y futuras en un gozo y una paz inconmensurable e infinita, pero estaremos siempre deslumbrados.

Esto es tan así, que el 14 de febrero de 1930, Dios intervino de nuevo, esta vez en la calle Alcalá Galiano de Madrid, esquina a Monte Esquinza, para decirle durante la Santa Misa en el oratorio de la casa de la marquesa de Ontorio que no empequeñeciera el don que había enviado al mundo, pues no era sólo para hombres sino que era para todos, hombres, mujeres, niños y sacerdotes jóvenes y mayores.

Es gracioso, pues Dios habla con una luz tan cegadora que los hombres nos ponemos a trabajar por nuestra cuenta y él se encarga de comprobar que no hemos dejado nada en el tintero. Por ejemplo, san Pablo a los de Corinto les explicó el don del celibato y muchos de ellos se plantearon abandonar los amores humanos, la familia que habían creado y los niños. En la segunda carta, tuvo que aclararles que eso del celibato era un don sobre don y que era Dios quien repartía los dones.

Indudablemente, san Josemaría en la primera luz recibida y en las sucesivas siempre retuvo la naturalidad de la vida cristiana, es decir la naturalidad de la coherencia gracias a la cual los hombres y mujeres que se forman al calor del Opus Dei lo hacen con plena laicidad, de modo que ese amor permea todas las clases sociales y ámbitos familiares, profesionales y sociales.

José Carlos Martín de la Hoz