El día 23 de diciembre suele llamarse, con cierta sorna, “el día de la salud”, ya que muchos de los desconsolados sin premio en la lotería dicen, fácilmente, “mire usted, lo importante es la salud”. Lo peor es que no se lo creen, que es una mentira que les sale de dentro con dolor, porque la envidia corroe, máxime si el premiado es un vecino.

Al día 23 de diciembre de cada año lo llamaría el día del “gran engaño”. ¡Con qué profundidad y seguridad declaran los premiados que son “muy felices”! Da pena observar tanta gente pendiente del dinero. Se comprende que hay personas que lo están pasando mal, por el paro, por un sueldo muy bajo, etc., y nos alegramos todos de que les haya tocado la lotería. Pero el ambiente, muy generalizado, de estar esperando algo importante de la lotería no deja de ser triste.

Y esto en la antevíspera de la gran fiesta, en medio de los preparativos de la Navidad. ¡Cuánta incoherencia! A mí me da mucha alegría ver las calles iluminadas con motivo de estas fiestas, incluso aunque no tengan motivos religiosos, pues, al fin y al cabo, el motivo es la Fiesta más grande del año -junto con la Pascua- para toda la Humanidad. No hay ninguna fiesta más generalizada en todo el planeta que esta. Seguramente, en gran medida por lo que tiene de lúdico y de comercial, pero ahí está.

Hay luces en las calles, porque llega una Gran Luz. “El pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran luz; a los que habitaban en tierra de sombras de muerte, les ha brillado una luz” (Is 9, 1). Hay muchas tinieblas en nuestra vida, muchos claroscuros, muchas incertidumbres. Desconciertan las noticias del terrorismo, dejan miedos. Pero la mayoría sigue refugiándose en lo material, en el dinero -con demasiada frecuencia en la falta de dinero- y seguramente no llegarán a ver la gran luz.

“Había unos pastores por aquellos contornos, que dormían al raso y vigilaban por turno su rebaño durante la noche. De improviso un ángel del Señor se les presentó, y la gloria del Señor los rodeó de luz. Y se llenaron de un gran temor” (Lc 2, 8). Llegó la luz, la que ya había anunciado Isaías. La gloria del Señor. ¡Qué difícil es imaginar ese momento majestuoso! Y se une “una muchedumbre de la milicia celestial” que cantan dando gloria a Dios. ¡Cómo se quedarían aquellos humildes pastores! Y no podemos olvidar que este es el sentido de la fiesta: pararnos a dar gloria a Dios.

Hay tantos detalles que nos ayudan, los mil belenes, o nacimientos, o pesebres -mucha gente de ciudad no sabe lo que es un pesebre…- como lo queramos llamar, que nos llaman la atención en casas, en escaparates, en las iglesias. Y ciertos adornos significativos, entre los cuales la estrella de los magos típica -fugaz, con cola- que nos habla del anuncio. Y sin embargo para muchos la Navidad es otra cosa, y no llegan a detectar la gran luz.

“¿Qué es para ti la Navidad?” y las respuestas son variopintas, pero pocas que toquen lo central. “La reunión con la familia”, “unos días para el recuerdo”, “momentos alegres con los amigos”. Pocos dicen, en las entrevistas radiofónicas, que son días para contemplar esa luz, para adorar a Dios, para dar gloria a Dios, para admirarnos en la maravilla de la noticia.

Traigo unas palabras sorprendentes, por la belleza y por el autor: “La Virgen esta pálida y mira al niño. Lo que habría que pintar en su cara sería un gesto de asombro lleno de ansiedad que no ha aparecido más que una vez en un rostro humano. Y es que Cristo es su hijo, carne de su carne y fruto de sus entrañas. Durante nueve meses lo ha llevado en su seno, y ella le da el pecho y su leche se convertirá en la sangre de Dios. De vez en cuando la tentación es tan fuerte que se olvida de que Él es Dios. Le estrecha entre sus brazos y le dice: "¡Mi pequeño!". Pero en otros momentos, se queda sin habla y piensa: Dios está ahí”.

Ángel Cabrero Ugarte

 

Sartre, J.P., “Barioná, el hijo del Trueno”, Voz de papel, 2006