VI Certamen de Relato Breve de Villanueva 2020. Tercer premio: "Sin título". Autor: Jorge Garavito

Levantó la mirada lentamente, como si el tiempo no importase. Quizás porque importaba. Desde aquel sofá viejo veía la calle, obscura, iluminada tan solo por aquellas farolas que tan cutres le parecían. El olor a café anegaba la habitación, iluminada por la triste lámpara de la esquina. Se puso de pie. Ni rápido ni lento, sino con un gesto ávido como acostumbraba a hacer, sumido en sus pensamientos. Miró aquel reloj suyo, sin brillo, mas elegante; sin adornos, pero bonito, y se escucharon, como si de martillazos se trataran, sus pasos en la estancia. 22:47h.

La madera de sus zapatos continuó resonando hasta que se paró frente al espejo. Allí, mientras se estudiaba, pasaron los largos minutos. El tiempo parecía detenerse mientras él miraba su reflejo, hasta que de pronto, en un movimiento casi imperceptible, golpeó con brutalidad el espejo. Aquel gesto colérico no se adecuaba a la pasividad que mantenía en su rostro. Y, como si de quitar el polvo se tratara, alcanzó la toalla y se secó la sangre que manaba de sus manos. Con sutileza abrió el grifo y limpió las heridas. Ni una gota de sangre manchó, ni un trozo del rasgado cristal rozó, su traje negro impecable.

Volviendo sobre sus pasos en dirección hacia el sofá, Walter Fry parecía ahondar en sus pensamientos. Acercándose a la mesilla que acompañaba a la espaciosa cama, abrió el cajón de esta y sacó una bolsa negra y abultada que dejó sobre la cama. Agarró la gabardina del perchero y el color azul marino de esta, inundó durante unos segundos la estancia, cuando se la puso cerca de la lámpara.

Se acercó a la cómoda que se encontraba frente a la cama y al lado del viejo sofá, que solía usar como escritorio donde trazaba sus pensamientos en el aire, mientras observaba por la ventana las calles y las esquinas de la ciudad. Cogió de la parte superior una caja de cerillas, su cuaderno de bolsillo y, comprobando que su Sheaffer Craftsman estaba en el bolsillo interior de su chaqueta, se giró hacia la cama. Sacó de la bolsa negra algo que se llevó al bolsillo de la gabardina con velocidad. Con un gesto sutil alisó las contadas arrugas que aquel objeto había dejado en aquel mar terso y avanzó hacia la puerta.

Antes de salir escogió el sombrero en el perchero e, inconscientemente llevó su mano derecha al bolsillo de la gabardina, allí donde se encontraba el objeto. Con la mano izquierda en el picaporte y con la derecha en el bolsillo de la gabardina apuntando a la puerta con el objeto, abrió la puerta de la estancia. Salió a un pasillo angosto que llevaba a unas escaleras pronunciadas, bajó y cuando estaba a punto de salir a la calle, advirtió que Bill, el casero, salía de la portezuela bajo las escaleras. Pasaban ya casi cinco años desde que Walter le había ayudado a resolver unos problemas relacionados con su difunta mujer, el caso seguía sin resolverse. Con un leve gesto de cabeza y sin darse la vuelta, Walter salió al exterior y Bill volvió sobre sus pasos. Entonces, justo cuando Walter sintió la fría brisa de la calle, se escuchó un estruendo ensordecedor. 23:00h.

 Anduvo por las calles de la ciudad mientras las luces y los sonidos de los coches de la policía iban en dirección contraria a la suya. El viento le golpeaba en su cara, pero era insuficiente para quitarle el sombrero. Cuando llegó a su destino, miró alrededor y llamó a la puerta de una de las casas de aquel callejón. A los pocos segundos abrió una mujer hermosa, sonriéndole y sin mediar palabra le condujo hasta el salón. Allí un hombre muy corpulento y de aspecto serio se levantó de uno de los dos sofás orientados hacia la chimenea.

-Está resuelto, sé que no es lo que pediste concretamente, pero está resuelto. El cielo pinta de rojo - dijo el hombre con una voz ronca y atropellada. Walter pasó por alto la absurda metáfora.

- ¿Qué ha cambiado? – contestó, con esa voz suave pero tensa que solo traía malas noticias para quien la escuchaba.

- Al parecer…- dijo despacio el hombre. -hubo una pequeña reyerta que acabó con uno de los chicos muerto… el cadáver se recogió y no ha quedado rastro alguno-. Despacio, Walter giró sobre sus pies, comenzó a andar hacia la puerta, y desoyendo la voz preocupada y cada vez más alta de aquel hombre, salió a la calle. 00:00h.

Salió del callejón a buen paso y buscó un lugar donde desahogar la ira que le consumía por momentos. Sinceramente, pocos placeres había en el mundo que satisficieran más a Walter Fry que el Whiskey, salvo matar, por supuesto. A los pocos metros de girar la esquina, encontró lo que buscaba. The Gloves. Y entró.

23:26h. En cuanto pisó la calle, Emily sintió el viento helado en su cuello, de modo que se ajustó la bufanda para reprimir aquel soplo tan frío que parecía proveniente del mismísimo Eolo. Encontrando las llaves en aquel abrigo largo color crema, cerró la puerta de su casa y se giró hacia la calle para pedir un taxi.  Levantó el brazo justo cuando uno giraba la esquina y este paró a su lado. Abrió la puerta del coche mientras sacaba un papel arrugado de su bolsillo,

-Al 24 de North St. por favor -dijo Emily, y el coche emprendió su marcha. Aquellas calles la aburrían, y lo único que le parecía que aportaban, era el extraño papel de escenario para las millones de historias de las que eran testigos silenciosas.

Cuando llegaron al lugar, Emily pagó y salió del coche. El gentío le impedía alcanzar el cordón policial con rapidez, pero el olor a humo era inconfundible. Cuando llegó al oficial encargado de mantener a los curiosos y a los primeros periodistas, alejados de aquella fábrica en llamas, pronunció su nombre para que la dejaran pasar:

-Emily Sparks… consultora -dijo dubitativamente.

 -El inspector Wellington la espera. -contestó el agente, que apartó la cinta para que pasara. Ella, avanzó entre los coches de policía apostados a las afueras de la fábrica, mientras los caprichosos vaivenes de las aún vivas llamas se reflejaban en su larga melena castaña. 00:00h.

Las llamas crecían y crecían casi tanto como el sinfín de preguntas que inundaban la cabeza de Emily. Observó cada uno de los detalles de aquella fábrica en llamas, el suelo, los alrededores… mientras se acercaba al edificio en ruinas. Pronto algunas preguntas se aclararían pues el alto y delgado inspector de policía salió a su paso.

-Sparks. Lamento no haber podido avisarte, el capitán Jameson está aquí y como sabes no le gusta la presencia de asesores. Al parecer es un asunto de extrema importancia y aunque sea mi caso quiere asegurarse de que la investigación toma el rumbo adecuado. Si quieres nos vemos en unas horas en aquel bar del caso Hawkins y hablamos, pero esta noche no puedes estar aquí. No me queda mucho, hasta que se controle el fuego poco podemos hacer -dijo el inspector, mientras la empujaba hacia la salida.

-Está bien, pero inspector, a veces me hace perder el tiempo -dijo Emily tejiendo una máscara de aburrimiento en su expresión, tratando de ocultar el interés que aquel caso le producía.

-No, no, no me malinterpretes, este es de los buenos, quizás apoye tu teoría… -dijo el viejo inspector, y a Emily se le encendió el rostro.

Caminó un par de calles dándole vueltas a las últimas palabras del inspector. Aquella “teoría”, como la había llamado, le había costado la reputación a Emily, y eso que nadie resolvía tan eficazmente los rompecabezas más entretejidos como ella. La existencia de una trama que maquinaba todos los crímenes en la ciudad era algo difícil de creer hasta para ella, pero los hechos estaban ahí. Quizás un grupo o quizás una persona, pero alguien orquestaba aquella ola de crímenes que manchaban la ciudad, y sumida en estos pensamientos llegó al lugar de encuentro. The Gloves. Y entró.

 

Autor: Jorge Garavito (Curso: 2º de ADE)