Y llegó la Iglesia

 

Conviene volver a traer a colación la famosa afirmación del teólogo modernista Loasi, a comienzos del siglo XX, cuando, con cierto tono de verdadera decepción decía que Jesucristo había comenzado con el anuncio de la llegada del Reino y en realidad lo que había sucedido fue la Iglesia.

Vistas las cosas más detenidamente, Loasi estaba en un grave error, porque en realidad el que vino fue Jesucristo, puesto que la Iglesia es, sencillamente, la familia que Jesucristo ha dejado instituida en este mundo hasta el final de los tiempos.

Es más, Jesucristo es la cabeza de la Iglesia, quien vive en ella y quien actúa a través de ella. De hecho, los mismos sacramentos son indudablemente las huellas de Jesucristo y de su doctrina salvadora, además de poseer los tesoros de la Palabra, la santidad y las gracias.

Basta recordar la definición de la Iglesia que propone el Catecismo publicado por san Juan Pablo II a las puertas del III Milenio de la Redención del género humano: “La comunión de Dios Padre con sus hijos los hombres, y entre sí, en Jesucristo, por el Espíritu Santo”.

Con esta definición se quiere concretar la verdadera filiación divina, la providencia amorosa de Dios que resulta de una gran importancia pues está muy extendida la crítica acerca del origen del mal.

Subrayemos que Jesucristo en cuanto comenzó su predicación afirmaba que el Reino de los Cielos “esta cerca de vosotros”, es más: “Regnum Dei intra vos test”: el reino de Dios está dentro de vosotros, pues Él mismo inhabita junto a Dios Padre y Dios Espíritu Santo en nuestra alma.

La permanencia del Reino se caracteriza, además, por la infinita misericordia de Dios que perdona nuestros pecados, miserias y debilidades, independientemente de la calidad de nuestro dolor y contrición: si es el suficiente o no de acuerdo a justicia o a los necesarios merecimientos. Esto ya nos lo ha explicado el papa francisco desde el inicio de su pontificado e n el año de la misericordia que vivimos.

Por otra parte, el sentido de la Iglesia es el de la relación personal que Jesucristo quiere establecer con cada uno de sus hijos los hombres. Como tantas veces afirmaba san Josemaría Escrivá: “Si no hacéis de los chicos almas de oración habéis perdido el tiempo”.

Sin relación personal con Jesucristo no tiene sentido, ni la Iglesia, ni la Escritura, ni los sacramentos. Dios no es un ser lejano, sino un padre amoroso preocupado por nuestra felicidad en la tierra y en el cielo. Terminaremos recordando que efectivamente, tras el anuncio del Reno vino el mismo Jesucristo

José Carlos Martín de la Hoz