En una reunión de formación de matrimonios, según me han contado, el ponente le preguntó a una de las participantes: “¿Tu marido te hace feliz?”, a lo que ella contestó con mucha decisión: “No”, con gran sorpresa del marido allí presente y suponemos que también del resto de los participantes. Pero explicó que ella era feliz, que era feliz antes de casarse y lo sería siempre. O algo por el estilo. No tengo más datos de si dijo que era feliz por su vida cristiana o porque vivía muy bien o por otras cosas.

La pregunta no dejaba de ser inoportuna hecha, al parecer, en público. ¿Qué podía responder? “Sí, mi marido es maravilloso y llevamos una vida espléndida”. Parece que cualquier otra respuesta sería meterse en intimidades inoportunas. Tampoco iba a decir allí que no. “Mi marido va a lo suyo, es un antipático y me tiene harta”. Poco probable una respuesta así. De manera que lo que dijo aquella mujer suena más a “paso bastante de él, pero yo tengo mi vida bastante arreglada y vivo bien”.

En todo caso la contestación, delante del marido, no deja de ser enigmática. ¿Le da igual que su marido sea amable, que esté todo el día fuera de casa por su “ingente” trabajo…? ¿Que su marido se olvide de felicitarla el día de su cumpleaños, que esté todo el día con cara de pocos amigos? ¿Que le preocupe más cómo va la liga de futbol que si ella está cansada o aburrida?

¿En qué consiste la felicidad de esa mujer? Entendemos que una persona, mujer u hombre, que está muy cerca de Dios, porque tiene una vida de oración bien planteada y eso le lleva a vivir la caridad, a pensar en los demás, sea feliz, porque al fin y al cabo lo más importante de nuestra existencia es el amor de Dios, con todas sus consecuencias.

Pero, precisamente esa vida interior, el auténtico amor de Dios, lleva siempre a la caridad bien vivida, al amor a quienes tengo cerca, y de un modo especial al cónyuge y a los hijos. Si esa señora de la que hablamos es muy feliz solo lo entendemos desde el punto de vista de su vida interior. Todo lo demás, modos de vida, riquezas, comodidades, amistades, son aspectos de nuestra existencia que nos gusta y nos puede llenar más o menos, según las épocas. Pero una felicidad auténtica sin amor de Dios es muy poco probable. Y si además esa mujer de la que hablamos no tiene cercanía, intimidad y cariño verdadero a su marido, menos probable que pueda haber una vida feliz.

Por lo tanto, si esa mujer que se siente feliz no tiene vida interior, trato habitual con Dios, no entendemos cómo puede ser feliz si, además, parece no tener una intimidad grande con su marido. ¿Es feliz ella sola? Y si tiene trato íntimo con Dios, esa vida interior la llevaría a preocuparse por su marido, en cuyo caso sí tendría que decir si su marido le hace feliz o no. Cosa distinta, sin duda, es que lo diga en público.

Por lo tanto, habría que concluir que lo que no tiene sentido es la pregunta, si, como parece, se la hizo en público y delante de él. Si tuviera director espiritual seguramente, en privado, en una conversación de ayuda, le hubiera preguntado: “¿haces feliz a tu marido?”. Porque ese director quiere ayudarla a darse, a crecer, a vivir cristianamente. Y si va al psicólogo, por las razones que sean, sí le hubiera preguntado, quizá, si su marido la hace feliz.

Lo que tenemos que preguntarnos tantas veces en nuestra vida es si, por el amor de Dios que tenemos, somos capaces de hacer felices a los demás.

Ángel Cabrero Ugarte