Antología. Miguel Hernández

Presentar a Miguel Hernández escribiendo en castellano tiene algo de sobrecogedor. Pues si los manantiales del arte se nutren del agua de las vivencias, estremece pensar en la apretada del caudal que con su cuerpo joven se llevó a la tumba. Su muerte, por ventura, no dejó tras de sí la huella de la orfandad. Aquí como un quejido, allá como un de nuestro, siempre cual un clamor viril, diríase que su voz rebrota en muchos felices momentos de la actual poesía española. El ciclo entero de su obra habrá de permanecer, por otra parte, como una singular lección de ceñimiento al "aire" --su cara palabra-- que respira el creador. De sus tiempos de labranza y pastoreo y sus lecturas tempranas, manaron aquellos bellos poemas primeros enraizados, como su teatro, en el Siglo de Oro español; vinieron después el cambiar la voz para hallar el acento de la queja amorosa y el generoso reflejo de la influencia ambiental --el momento poético de preguerra, sus amigos: Aleixandre, Neruda...--; luego, cuando el aire es viento de tragedia, su voz enronquece y vibra y cuando al fin le cerca la vida y la muerte le acecha, su palabra se desnuda y se afila para mejor hurgar en lo profundo del dolor. Nació en Orihuela (Alicante) en 1910 y murió treinta y un años y seis meses después. Las esenciales vicisitudes de su existencia y un estudio de su obra figuran ya en el enjundioso prólogo de su propia antologista, María de Gracia Ifach, hondamente familiarizada con su obra y autora también del que precedió a las Obras completas publicadas por esta Editorial. Ello nos permite cerrar este pórtico sin más comentario a su obra y su vida que aquellos versos suyos en que habla de la que siempre deseó: Porque donde unas cuencas vacías amanezcan, ella pondrá dos piedras de futura mirada.

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1970 Losada
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