Por el camino de Swann

El volumen está compuesto de tres partes (Combray, Un amour de Swann y Nom de pays). Los núcleos temáticos son: la recuperación poética de lugares y anécdotas de la infancia y la juventud del protagonista, las reflexiones metaliterarias y la enunciación, a partir de las anécdotas particulares vividas por los distintos personajes y por el protagonista, de leyes psicológicas o verdades generales sobre la naturaleza humana.
La primera parte de este volumen contiene el célebre episodio de la magdalena mojada en el té y el recuerdo de los pedacitos de magdalena humedecidos en té que su inválida tía-abuela Léonie le daba cuando, siendo un niño, pasaba con su familia las vacaciones en Combray. Este episodio contiene en su totalidad la teoría proustiana sobre el espacio, el tiempo y la memoria (claramente influenciada por las teorías del filósofo francés Henri Bergson), cuyos resortes, según Proust, sólo se ponen en funcionamiento a través de los sentidos más primarios, siendo en esta experiencia el individuo, un sujeto pasivo y la naturaleza de los recuerdos involuntarios que de ella se derivan absolutamente auténtica, objetiva y procuradora de felicidad, en tanto en cuanto dichos recuerdos se hallan desprovistos de la subjetividad engañosa que caracteriza nuestras percepciones cotidianas en sociedad.
El personaje de Swann se erige en paradigma universal de la experiencia amorosa (amor, mentira, celos), mediante una doble labor de introspección y generalización psicológica ejercida por el narrador de la novela.

Ediciones

Edición Editorial Páginas ISBN Observaciones
1996 Alianza, Buenos Aires
517

Existe una edición de 1966 cuya traducción se debe a Pedro Salinas, también en Alianza Editorial.

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Imagen de Azafrán

Dos son las ideas que rondan por mi cabeza cada vez que me enfrento a la obra de Marcel Proust. La primera se podría representar gráficamente con una línea helicoidal infinita que se proyecta longitudinalmente como lo haría un muelle siguiendo el decurso de la propia vida del autor a lo largo de su historia personal. El centro de la elipsis se podría situar en Combray, más aún, en la propia habitación donde Proust ubica el comienzo de su obra. De allí parten los dos caminos como dos direcciones que no se pierden en el infinito en rutas de inalcanzable confluencia sino que como dos direcciones opuestas convergen en el mundo interior del poeta, en el propio devenir de la obra, en su particular técnica de trascendencia inmanente, detonante de recuerdos, remembranza de emociones y sensaciones vividas con anterioridad.

Asistimos pues, al intento del autor de confundirnos alejándonos geográficamente del centro iniciático de su obra por esos dos caminos que él mismo señala como irreconciliables incluso en el tiempo. Cuando se elige uno se debe prescindir del otro pues la brevedad del día impide recorrerlos en el mismo periodo de tiempo. Y nos engaña así, haciéndonos pensar que pudiéramos asistir a mundos diferentes, cuando en realidad, seremos testigos, convidados de piedra, al resurgir de un mismo coro de emociones, más, al resurgimiento de todo un coro de emociones apagadas por el paso del tiempo.

En lo que sí convenimos con el autor, es en la diferencia de las emociones experimentas por Proust y en el objetivo que las unifica.

Cuando el autor elige el camino de Méséglise la Vineuse, llamado también el camino de Swann, rememora, junto a la descripción de los jardines modificados artificialmente (contra natura) por un jardinero experto, del mismo modo, su curiosidad por lo prohibido (la propia hija de Swann), se ve sometida al dictamen de su padre y de su abuelo quienes al rehuir la posibilidad de encontrarse con esposa de Swann, le impedían, sin saberlo, ver a la hija: “Ya que las señoras no están ahí, podemos ir junto al parque”.

Ese primer deseo hacia el otro sexo, la hija de Swann, es descrito de forma impresionista. El lector, a través de una comparación con las lilas y el rosario de sensaciones que despiertan en el joven, llega a entrever el aspecto físico de la hija de Swann. La joven le atraía como el perfume de las lilas que se expandía más allá de las vallas de la propiedad. La belleza natural de las lilas se le antojaba superior a todo lo que podía ofrecerle el elaborado jardín francés de Swann. Físicamente, la flexibilidad de los tallos de las lilas hacía al joven desear abrazar el flexible tallo de la joven y “acercar mi rostro a los estrellados bucles de sus cabecitas fragantes”, nos lleva a considerar que la joven hija de Swann también tenía bucles. La voz del narrador informa al lector que el particular momento psicológico en el que vivía le impedía aislar la realidad de lo observado del sentimiento que le causaba: “… y como yo entonces no sabía, ni he llegado luego a saberlo, reducir a sus elementos objetivos una impresión fuerte; como no tenía bastante de eso que se llama “espíritu de observación” para poder aislar la noción de su color…”

Aquel día el abuelo se equivocó y tal equivocación fue la posibilidad del primer encuentro. El idealismo con el que se enfrenta a la primera relación con una chica que le impide distinguir el color de sus ojos: “la miré con una mirada inconscientemente suplicante, que aspiraba a obligarla a que se fijara en mí a que me conociera”. Y su falta de experiencia le llevó a interpretar la reacción de la joven como “indolencia deliberada”. Quiere el narrador no dejar al lector sin conocer que la reacción a tal indolencia produce el joven el deseo de ofenderla, de hacerla daño “para obligarla a que se acordara de mí”.

Ese idealismo que contrasta con un fondo de “pecado” que es el marco en el que sitúa su primer encuentro con la hija de Swann: la relación de la madre de Gilberta, la señora de blanco, con Charlus, el señor del traje de dril.

Deseo duradero de la presencia de hija de Swann que llevaba a escoger ese camino al narrador cada vez que regresaba a Combray. Se encaminaba hacia la curva llanura aun sabiendo que la joven estaba en Laon, allá en el horizonte, tan solo para recibir el roce del aire que de aquel lado venía hacia él.

No se trata de un solo encuentro o del deseo de un encuentro. Proust nos presenta la repetición, año tras año, del anhelo “yo me figuraba que aquel soplo de viento la había rozado”. E incide en el contraste de esa pasión amorosa, idílica y limpia, frente a otro tipo de pasión erótica e irracional, por contraste, que destruye el respeto a la memoria del padre: “El pobre señor Vinteuil, incapaz de todo esfuerzo que no tuviera como objeto inmediato la felicidad de su hija...”

Por el lado de Méséglise, en Montjouvain, en una casa situada junto a luna gran charca y al abrigo de una escarpa llena de matorrales, vivía el señor Vinteuil. Y en esos paseos el narrador sitúa sus encuentros con la hija del desventurado señor Vinteuil que se hacía acompañar por una amiga mayor que ella que tenía mala fama y que acabó por huir de Montjouvain.

El narrador confiesa al lector que un día fue testigo del pecado de las dos jóvenes: “Por el contrario, la señorita Vinteuil sintió que su amiga le arrancaba un beso del escote de su corpiño de crespón...” Y de cómo, pendiente de su pasión homosexual no duda en profanar el retrato de su padre.

El propio Proust, nos señala otras pasiones menos puras surgidas en su interior durante años posteriores, unidas al mismo camino: “el deseo de ver surgir ante mí una moza del campo que yo pudiera estrechar entre mis brazos”. Así pues, el lado de Méséglise se convierte en una exaltación del amor platónico superpuesto a la corrupción de la entrega adúltera de la mujer de Swann y al amor erótico homosexual de la hija del profesor Vinteuil.

La generosidad del profesor Vinteuil que aunque fuera consciente de la conducta de su hija no disminuyó en nada su cariño hacia ella a pesar del puesto que ocupaba en la opinión pública, llevó al narrador a tomar una postura de humildad y respeto hacia las personas que estaban por encima de él y a quienes miraba desde abajo, desde la situación de quien se siente culpable de albergar sentimientos o deseos innobles.

El camino de Guermantes le une con el pasado histórico de Combray, representado por la duquesa de Guermantes. El propio camino era el de acceso para las carrozas de las duquesas de Montpensier, de Guermantes y de Montmorency desde el siglo XVII, cuando los señores tenían que ir a Combray por cuestiones de arrendamientos o de homenajes.

Se remonta en la historia como lo hace corriente arriba del Vivonne pero sin llegar al nacimiento del río. Por aquellas tierras quedaban diseminados, medio hundidos en la hierba, restos del castillo de los antiguos condes de Combray, que en la Edad Media tenía el río como defensa, por este lado, contra los ataques de los señores de Guernantes y de los abades de Marimbilla. Ni los fragmentos de torres y restos de almenas, hoy ruinas, al ras de la hierba, ni el narrador mismo, llegan a asociar la naturaleza que explosiona en jardines de ninfeas a la gloria de historia caída ante el paso del tiempo. Y a diferencia del paisaje que contempla y cuya belleza le embarga, la realidad que encuentra ante la única representante de la historia gloriosa de la nobleza, le desilusiona tanto física como simbólicamente: “Nunca pudimos llegar tampoco hasta ese término que con tanto ardor deseaba yo, Guermantes. Sabía que allí vivían los dueños del castillo, el duque y la duquesa de Guermantes; sabía que eran personas de verdad con existencia actual; pero cuando pensaba en ellos me los representaba, ora en un tapiz, (…) ora con matices cambiantes, como Gilberto el Malo en la vidriera, (…) ora impalpable del todo, como aquella imagen de Genoveva de Brabante (…) envueltos siempre en un misterio de tiempos merovingios y bañándose como en una puesta de sol en la anaranjada luz…”

La voz del narrador informa al lector de que a pesar de que conocía que en el siglo XIV, habitantes de Combray, tras el intento fallido de sacudirse el dominio de los duques de Guermantes se unieron a ellos mediante alianzas matrimoniales, sentía un arrobo místico ante la sola idea de que la duquesa pudiese encontrarse con él en uno de esos paseos, tomarle de la mano y pedirle que le recitase sus versos, y él pudiese confesarle que deseaba ser escritor. Pero aquel sueño no dejaba de ser un sueño cuando despierto se planteaba realmente su vocación de escritor y consideraba que formaba parte de los hombres que no tienen disposiciones para escribir.

Y de igual modo que se remonta en la historia pasado, se lanza en los brazos del futuro convirtiéndose en un escritor, o al menos siendo consciente de su más profundo deseo en esa transformación. La falta de talento le obsesionaba y experimentaba una sensación de impotencia. Esa ruptura interior entre lo que deseaba profundamente y la conciencia de su debilidad fue el detonante de su primer artículo “Pedí lápiz y papel al doctor...”

Un sueño, el de convertirse en escritor, que se desvanecería con la misma prontitud con la que surgió el desencanto al conocer a la duquesa de Guermantes, llegada a Combray para asistir a la boda de la hija del médico. No obstante el narrador confiesa que sintió que la mirada de aquella mujer se posó en él durante la misa y que sintió desde ese día una mayor pena que nunca por carecer de disposiciones para escribir y tener que renunciar para siempre a ser un escritor famoso. Junto a esa falta de talento para la escritura a veces el narrador percibía que detrás de los objetos existía algún tipo de esencia que se resistía a ser penetrado. Y esa ilusión de fecundidad le distraía de la tristeza ante la impotencia de acometer una obra literaria.

Hasta que un día a la vuelta de Martinville, iluminado por el sol de poniente y con el movimiento del coche y el zigzag del camino surgió una idea en su cabeza que antes no estaba allí y el placer que le ocasionó la vista de los campanarios creció tan desmesuradamente que pidió papel y lápiz al doctor y escribió sus primeros párrafos “Solitarios, surgiendo de la línea horizontal de la llanura…” Y descubrió la libertad.

“Así el lado de Méséglise y el lado de Guermantes, para, están unidos a muchos menudos acontecimientos de esa vida que es la más rica en peripecias y en episodios de todas las que paralelamente vivimos, de la vida intelectual… El lado de Méséglise, con sus lilas, sus espinos blancos, sus ancianos, sus amapolas y sus manzanos; el lado de Guermantes, con el río lleno de renacuajos, sus ninfeas y sus botones de oro, forman para siempre jamás la fisonomía de la tierra donde quisiera vivir, y a la que exijo, ante todo, que en ella se pueda ir a pescar, pasearse en barca, ver ruinas de fortificaciones góticas y encontrarse en medio de los trigales, como San Andrés del campo estaba, una iglesia monumental, rústica y dorada como un almiar…”

El espacio físico en este relato es manejado hábilmente para describir el mundo, el espacio interior del poeta y ese deambular por uno u otro camino no es más que un recurso retórico con que mostrar al lector las dos fuerzas que mueven su vida, el amor erótico -sublimado en su infancia- y su vocación de escritor. Quizás ambas fuerzas en algún momento le parecieron irreconciliables, ajenas.

En cuanto al tiempo del relato, el narrador se sitúa en el presente y desde el presente presenta al lector distintos momentos del pasado pero no en un sentido lineal absoluto sino a través de momentos especiales que lo fueron en la medida que le brindaron sentimientos especiales que hoy recuerda a través de olores, sabores, colores, sensaciones sinestésicas. Y va del presente al pasado en saltos a veces no correlativos en la línea del tiempo pero anudados por el sentimiento de dependencia de su madre.

Proust cierra esta primera parte del primer tomo de su obra con un retorno a la pasión que sentía por su madre y que figura como pilar central de su vida en Combray: “Yo necesitaba para dormirme feliz y con esa paz imperturbable que ninguna mujer ha podido dar luego...”