Por el Empecinado y la libertad

Por su cuna y por las inamovibles costumbres del antiguo régimen, Juan Martín Díaz estaba destinado a ser un simple labriego, como sus padres. Y eso es lo que hubiera sido si en 1808 los ejércitos de Napoleón no hubieran invadido España. Convertido en el más célebre guerrillero con el apodo de El Empecinado, cortó en varias ocasiones las comunicaciones entre José Bonaparte y el estado mayor francés. Acabada la guerra, convertido en mariscal de campo, secundó el alzamiento de Riego y volvió a combatir a los franceses, venidos en esta ocasión para ayudar a los absolutistas de Fernando VII. Sometido a infame cautiverio durante dos años, fue ajusticiado en Roa (Burgos) por orden del Rey Felón en 1825. Pocas experiencias como la de este paladín castellano se prestan a la ficción histórica. De ahí que el autor se haya tomado las mínimas licencias para reivindicar a un personaje que, en opinión de Merino, de un tiempo a esta parte está olvidado.