La nuestra es una época sedienta de Dios. La desertización provocada por el intento de expulsarle de la sociedad y de la cultura está provocando un contraefecto que no acontece por primera vez en la historia de los países occidentales.
Ortega y Gasset lo anunció a comienzos del siglo pasado, cuando insistió en que no se puede pensar con radicalidad si se abandona la insoslayable referencia al Absoluto. Dios volvía a aparecer en el horizonte, ya se le divisaba. Y otro tanto sucede ahora, incluso por contraste.