Mucho se ha escrito sobre la importancia del padre en la familia, en la educación de los hijos, en el aporte de un ejemplo y de un carácter. Siempre hemos visto a la madre como más acogedora, con el riesgo de ser más blanda. Los hijos imitan a sus padres, aunque parece más lógico que ellos se fijen en el padre y ellas en la madre.

“Hace unos años, el príncipe Guillermo, heredero de la corona de Inglaterra, hizo unas declaraciones en el contexto de su futuro acceso al trono, en las que manifestaba su deseo de no ser un padre ausente. Muchos entendieron estas palabras como un anhelo de no repetir en sus hijos su propia experiencia. Llaman la atención en una persona que aspira a llevar la corona más valiosa y pesada probablemente de nuestra cultura, pero no sorprende si tenemos en cuenta una opinión bastante generalizada: la influencia del padre en la felicidad de sus hijos, y de estos en la de su padre”[1].

La influencia del padre en la felicidad del hijo. Parece indiscutible. Y los expertos insisten, con ocasión y sin ella, en la importancia de estar en casa, de dedicar tiempo a los hijos, quizá especialmente a los varones, si las niñas tienen a la madre. A pesar de todo encontramos con muchas familias en las que el padre está ausente, porque “tiene muchísimo trabajo”. A veces es lo que les gusta, dedicar mucho tiempo a una labor extenuante pero que les realiza.

Y muchas veces lo que pasa es que no son conscientes de que la sociedad ha cambiado. Que antes era esto más normal, pero que hoy, con tantas influencias externas, con frecuencia nefastas, ellos no pueden faltar en la educación de los hijos. Indudablemente tampoco la madre. “¿Porque soy así? ¿De dónde vengo?, dice mucho de quién soy. La filiación suele ser la fuente más caudalosa de nuestra identidad. Saber cómo nos ha influido la relación con nuestros padres nos ayudará a conocernos y entendernos mejor”[2].

Y sin embargo vemos una tendencia un tanto contradictoria, pero explicable. Resulta que ahora es el padre quien juega con los niños, quien los mima, quizá porque está muy poco tiempo con ellos. Y es la madre quien tiene que exigir, quien tiene que ponerse firme en el día a día para mantener el orden. Y el padre colabora poco. Quizá es lo que Ana Iris, en “Feria”, llama el hombre blandengue. “Yo de todas formas siempre he detestado al hombre blandengue. El hombre blandengue, no sé. Y además también he podido analizar que la mujer tampoco admite al hombre blandengue. (…) Pero la mujer es granujilla y se aprovecha mucho del hombre blandengue. No sé si se aprovecha o se aburre, y entonces le da capones y todo. Porque es verdad. Por eso digo que el hombre tiene que estar en su sitio y la mujer en el suyo, no cabe duda”[3].

Pero para educar hay que dedicar algo del tiempo normal en que los niños están en la casa, y entonces será el padre y será la madre, cada cual con sus cualidades. Pero el padre tiene que ser fuerte, si quiere lo mejor para los hijos. “Ofrecer al mundo personas sanas, alegres, honestas, autónomas, razonables, cultas, responsables, sociales y capaces de amar, exige además un gran espíritu de sacrificio”[4].  O sea, exigencia, carácter, fortaleza.

Ángel Cabrero Ugarte

 

[1] Javier Schlatter, De tal palo, Rialp 2019, p. 19

[2] Idem p. 14.

[3] Ana Iris Simón, Feria, Círculo de tiza, 2020, p. 158 

[4] J. Schlatter, p. 14

Comentarios

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El cuarto mandamiento de la ley de Dios dice: "Honrarás a tu padre y a tu madre", ello quiere decir que la paternidad y la filiación forman parte de la vocación de los hombres -y de las mujeres- sobre la tierra. Hoy tiende a verse la procreación como un peligro, algo que conviene retrasar lo más posible y reducir a su expresión mínima: uno o dos hijos como máximo. Antes hay que disfrutar, viajar, comprar un piso, un coche o lo que sea. Así nos va, así nos va. La paternidad y maternidad vividas como vocación y forma de entrega son el pegamento que une a los matrimonios. Llamamos a Dios Padre; algo querrá decir esto.