Más de una vez habremos observado que hay muchas personas, especialmente jóvenes, que necesitan el bullicio, los gritos, la música a tope. Esas personas tienen una sensación rara en un ambiente de silencio. Tienen miedo y ese miedo tiene una lógica porque el silencio supone soledad casi siempre, aunque en la liturgia hay momentos de silencio y en ciertos espacios de trabajo también, como puede ser la biblioteca de la universidad.

Tienen miedo porque es una situación no habitual que los lleva a la reflexión. Y precisamente por eso, porque nos ayuda a reflexionar el silencio es de gran ayuda, pero no saben cómo gestionarlo. Hay miedo a entrar en el propio yo, en la propia conciencia, y por eso hay poca experiencia de lo que supone buscar el silencio. Buscarlo para algo productivo, no solo para un descanso nocturno o una buena siesta. Necesitamos el silencio para pensar. Pero son muchos quienes llevan el móvil conectado en todos los momentos del día.

“El mero callar no procura por sí mismo silencio, -escribe Ratzinger- pues bien puede ocurrir que un hombre exteriormente mudo se halle interiormente desgarrado por la inquietud que le producen las cosas. Alguien puede callar y tener un ruido intranquilizador dentro de sí. Encontrar el silencio significa descubrir un nuevo orden interior”[1]. Y esta es la cuestión pendiente, lo que realmente preocupa, observar a tantas personas que necesitan ruido, tienen miedo a la reflexión.

Muchos no saben ni siquiera que es eso del silencio, porque aunque esté callado en su casa, casi siempre hay un vecino con la televisión demasiado alta o, aunque sea hora de dormir, tenemos un aparato doméstico sonando toda la noche. El concepto de silencio se adquiere en la soledad de la naturaleza. En la montaña hay momentos sobrecogedores, maravillosos, porque se oye el silencio. Es una experiencia que no se puede explicar.

En esa soledad un pájaro que canta no es obstáculo, no interrumpe el silencio. Tampoco un arroyo que baja bravo por los pequeños valles, en época de deshielo. El ruido de la naturaleza no te impide la reflexión, entrar en ti mismo. Más bien ayuda. “El silencio significa desarrollar el sentido interior, el sentido de la conciencia, el sentido de lo eterno que reside en nosotros, la capacidad de oír a Dios” (p. 483). Por eso nos han advertido tantas veces de la importancia del silencio para poder rezar.

La oración vocal, la oración de petición, se puede desarrollar perfectamente en medio del tráfico, en cualquier circunstancia. Pero la oración mental, que supone oír a Dios necesita un recogimiento que no se encuentra en cualquier lugar. Pero en medio de la ciudad bulliciosa y ruidosa tenemos nuestros reductos. Esos lugares donde predomina el silencio. Delante del sagrario en cualquier iglesia, especialmente en esas capillas de adoración, que son pequeños lugares en los que no se hace otra cosa que estar en silencio con Jesús sacramentado.

Leí hace poco que aumentan en nuestro país las capillas con adoración 24 horas al día. Hasta hace poco se hablaba de 65, ahora ya son 70, de los que tengamos constancia. Es muy de agradecer que las diócesis, las parroquias nos faciliten esas opciones tan útiles y tan a mano. En esos lugares y en otros en los que conseguimos recogimiento nos encontramos, en nuestro interior, con Dios. Es una ayuda imprescindible para la vida interior.

Ángel Cabrero Ugarte

[1] Josep Ratzinger, Cooperadores de la verdad, Rialp 1991