El problema de la despoblación de los países occidentales es algo cada vez más palpable. Cada vez es más difícil encontrarnos con matrimonios dispuestos a tener familia numerosa. Por eso, en este país, para conseguir las ayudas económicas esas familias solo hace falta tener dos hijos. O sea, hay una preocupación del poder público por favorecer que haya matrimonios dispuestos a tener al menos dos hijos. Y eso si el gobierno actual no se empeña en terminar con estos apoyos. De entrada no quiere llamarlas así. No se sabe bien por qué.
Buscamos por aquí y por allí y nos encontramos con jóvenes que prefieren dedicarse a su profesión, a sus gustos, a viajar, y luego, ya si eso, pensarán en si se casan. Indudablemente con esos planteamientos es difícil que pueda haber familias con varios o con muchos hijos. Luego están los que sí se casan, después de un largo noviazgo, y se plantean dedicar sus primeros años de matrimonio a “divertirse”. Luego ya los hijos, a ver si llegan.
Pero lo más preocupante es el planteamiento actual de muchos jóvenes de no tener hijos. Así directamente. Se casan o, con más frecuencia, se juntan, o simplemente piensan en su propia vida. “En 2008 una psicóloga y madre francesa, Corinne Maier, escribió un libro emblemático que no tardó en traducirse a más de 15 idiomas: “No kid. 40 buenas razones para no tener hijos”. Dicho manifiesto de “buenas razones” contrarias a la natalidad dio lugar a la expansión en Occidente del movimiento anglosajón voluntary childlessness, “sin hijos voluntariamente", capitaneado por mujeres que habían decidido no tener hijos. Maier hoy destaca como una poderosa razón para tal decisión la “huella contaminante de carbono” que supone la procreación (¿?), huella que en nuestro país supone de entre tres y cuatro toneladas de CO2 al año por persona”[1].
Estos planteamientos se extienden desde el momento en el que no está Dios en sus vidas. Entonces solo prima el yo. Individual y aislado. Sin interferencias. Y esto cada vez más. Y lo que es más penoso es ver, cada vez con más frecuencia, como se sustituyen los niños por las mascotas. “La gran crisis de la natalidad que padecemos es a la postre una crisis de la cultura del espíritu incapaz de dar razón de nuestra existencia. La preferencia por el animal doméstico es el último refugio afectivo ante el frío desierto del mundo incomprensible que nos queda”[2].
Sustituyen al niño por el animal doméstico. Desde aquí advierto que no podemos generalizar, que no todo el que tiene un perrillo es por no tener un hijo. Todos conocemos familias donde hay hijos y mascotas. Que los abuelos, si se quedan solos, buscan el perrillo. Pero lo triste es encontrar cada vez con más frecuencia quien elige esto segundo por comodidad.
No “hace falta al animal de compañía ‘enseñarle’ el mundo y su realidad, como tenemos que hacer con nuestros hijos ejerciendo de educadores y cicerones permanentes. Al perro se le adiestra en un proceso unidireccional breve sin que nos plantee preguntas incómodas, en tanto que al hijo se le educa de forma bidireccional quedando nosotros expuestos a sus últimas preguntas sobre la realidad, la vida, la muerte, Dios, el bien y el mal. De este modo, la mascota nos ahorra tener una comprensión de la realidad transmisible -al fin y al cabo, eso es la cultura- como nos obliga el hijo desde sus primeros años. Y me temo que es quizá esta renuncia hipermoderna en su perplejidad, a poseer una explicación del mundo, una cosmovisión, la que juega un papel fundamental a la hora de no tener niños y sí mascotas”[3].
Ángel Cabrero Ugarte
[1] Ignacio García de Leániz, La extinción de los hijos, Ediciones Cristiandad 2023, p. 39
[2] Idem, p. 58
[3] Ignacio García de Leániz, p. 57