La liturgia del cielo

 

En dos o tres ocasiones me he encontrado, por casualidad, con unas reuniones litúrgicas de jóvenes consistentes, básicamente, en hacer mucho ruido. Se puede decir que yo “pasaba por allí”. Es decir, no sé muy bien ni quién organizaba aquel tumulto ni qué tipo de gente celebraba, pero sin duda gente joven. Una señora que estaba también, como yo, sorprendida por el espectáculo, me hizo un comentario mezcla de alegría por ver a tantos jóvenes dentro de una iglesia con la extrañeza por el ruido producido.

Al comentarlo con un amigo me explicó que había una costumbre litúrgica consistente en unos aplausos muy ruidosos, que se producían entre intervención e intervención de quien presidía. Esa explicación cuadraba con una de mis “experiencias”, pero no con la última, que consistía en una especie de cantos que calificaríamos mejor de gritos, muy fuertes, provocados por las palabras del sacerdote. Además, en la homilía debía contar unos chistes buenísimos ya que lo que se produjo fue unas risotadas atronadoras.

Me acordé de lo que contaba el cardenal Sarah en uno de sus libros: “Thomas Merton escribía: «Su necesidad (del silencio) es especialmente patente en este mundo tan lleno de ruido y de necias palabras. Hace falta silencio para protestar y reparar la destrucción y los estragos provocados por el pecado del ruido. Es cierto que el silencio no es una virtud, ni el ruido un pecado, pero el tumulto, la confusión y el ruido constantes de la sociedad moderna o de fiestas litúrgicas eucarísticas africanas son la expresión de la atmósfera de sus pecados más graves, de su impiedad, de su desesperación»”[1].

O sea que estamos aprendiendo lo menos aconsejable de la liturgia africana, que seguro que tiene otros valores importantes para tener en cuenta. Pero no nos quedamos indiferentes al pensar en qué se enseña a los jóvenes, en qué costumbres tienen que implantar para que vayan a la Iglesia, o, lo que es lo mismo, cuanto durarán estos chicos y chicas cerca de la vida cristiana si no tienen una catequesis profunda y una liturgia que los lleve al cielo.

“Se ora como se vive y se vive como se ama; todo depende del lugar en que estemos habitualmente situados y en torno al cual todo adquiere significado: el yo biológico o el yo social, el cerebral o el ideal, el super-Yo o el sueño… En todas estas moradas periféricas, el hombre se siente como de visita, no en casa, no se ha encontrado todavía. Solo en el corazón somos nosotros mismos y alcanzamos a serlo. El corazón es el lugar del encuentro auténtico consigo mismo, con los demás, pero, sobre todo, con el Dios vivo. No de modo estático, como un vacío que ha de ser rellenado -ilusión de otras moradas-, sino vitalmente como el reclamo de una presencia y como una respuesta creadora”.[2]

Parece conveniente poner los medios para que los jóvenes consigan la experiencia de tener a Dios con ellos, en su corazón.

Ángel Cabrero Ugarte

 

[1] Robert Sara, La fuerza del silencio, Palabra 2016 Página 34 

[2] Jean Corbon, Liturgia fontal, Palabra p. 205