Antes eran los adornos de Navidad, que iban apareciendo según se acercaban las fiestas navideñas, en las calles, en los comercios, en las casas. Ahora aparecen incluso antes de empezar el adviento y, somos conscientes, tienen un motivo con frecuencia económico: las semanas próximas a las fiestas navideñas son, de un modo disparatado, de compras. Lógicamente esto es muy llamativo en los ambientes de alto nivel económico de ciudades grandes.
Ahora podemos llamarlas “luces de Adviento” porque sin duda están más tiempo en las calles y en los establecimientos que lo que es justo la Navidad. Pero resulta que, dejando aparte los motivos económicos, estas luces nos ayudan a prepararnos. Tenemos un ambiente totalmente distinto al resto del año por el colorido, con frecuencia muy atractivo, de las luces de los árboles típicos, de escaparates, de belenes.
Así que nos sirve ese afán de mostrar los productos disponibles, porque nos ayuda pensar en las fiestas navideñas, una de las fiestas cristianas más emotivas. Escribía Ratzinger: “En el capítulo 13 de la carta que Pablo escribió a los cristianos en Roma, dice el Apóstol lo siguiente: ‘La noche va muy avanzada y se acerca ya el día. Despojémonos, pues, de las obras de las tinieblas y vistamos las armas de la luz. Andemos decentemente y como de día, no viviendo en comilonas y borracheras, no en amancebamientos y libertinajes, no en querellas y envidias, antes vestíos del Señor Jesucristo...’. Según eso, Adviento significa ponerse en pie, despertar, sacudirse el sueño”[1].
De manera que las luces nos iluminan para que seamos capaces de hacer un auténtico cambio en nuestra vida: “Despojémonos de las obras de las tinieblas”. Aunque no fuera más que para eso, el Adviento puede ser un tiempo espléndido para recapacitar. De hecho, la Iglesia nos presenta el Adviento como tiempo penitencial: para llegar bien a las fiestas navideñas debemos prepararnos debidamente, dejando “comilonas y borracheras, amancebamientos y libertinajes, querellas y envidias…”.
Así que esas luces, con frecuencia tan atractivas, tan llamativas, aunque son más para una celebración, son, sin embargo, gracias a la antelación de su instalación, una ocasión para caer en la cuenta de que debemos dejar de lado unos cuantos modos de hacer, de comportarnos, que no son propios de un cristiano. Y desde luego, si hay una fiesta esencialmente cristiana es la Navidad.
“Una hermosa imagen de la esperanza la he encontrado -dice Ratzinger- en la predicación de Adviento que hace San Buenaventura. El doctor seráfico dice a sus oyentes que el movimiento de la esperanza se parece al vuelo de un pájaro, que para volar distiende sus alas todo lo que puede y emplea todas sus fuerzas para moverlas; todo él se hace movimiento y de esta forma va hacia lo alto, vuela. Esperar es volar, dice Buenaventura: la esperanza exige de nosotros un esfuerzo radical; requiere de nosotros que todos nuestros miembros se conviertan en movimiento, para elevarnos sobre la fuerza de la gravedad de la tierra, para llegar a la verdadera altura de nuestro ser, a las promesas de Dios”[2].
Merece la pena, sin duda, ese esfuerzo radical para vivir muy bien las fiestas navideñas.
Ángel Cabrero Ugarte
[1] Ratzinger, Cooperadores de la verdad, Patmos 1991
[2] Ídem, Mirar a Cristo, Edicep 1990