Cuando alguien pasea por un campo primaveral, exuberante tras las lluvias abundantes de las últimas semanas, disfruta de la belleza, tiende a quedarse, no necesita caminar demasiado, porque salta a la vista el colorido y la belleza propia de la estación. Sin duda hay una actitud no deliberada: estar contemplando. No todo el que pasa por el mismo paisaje atrayente es capaz de pararse y mirar. La actitud contemplativa debería ser cosa de cualquier persona, por el mero hecho de tener inteligencia y capacidad de calibrar lo que es bueno. Pero hay quienes parece que hayan perdido esa capacidad, totalmente humana, de cualquier persona.

La contemplación de la belleza despierta la paz, la alegría de fondo, la sorpresa. Es algo solo humano, no propio de los demás animales, y es algo muy divino, porque a través de la belleza se descubre a Dios. Es más, a través de la contemplación se habla con Dios.

“Ha sido una constante de las religiones, las espiritualidades, la teología y la filosofía acudir a la metáfora de los ojos de la contemplación o del espíritu para explicar el modo de conocimiento del alma o de las dimensiones superiores del ser humano. Así, suele hablarse de unos ojos de la carne que captan las cosas materiales; unos ojos de la razón, que aprehenden la realidad conceptual y las ideas abstractas, y unos ojos de la contemplación, en el alma, que observan la realidad trascendente”1.

La actitud contemplativa nos conduce a descubrir algo más que lo puramente material. La belleza lleva a la belleza y cualquier persona con cierta sensibilidad es capaz de ir más al fondo de lo puramente material que se ve. Es la facilidad para contemplar, que puede desarrollarse ante un paisaje sugerente, ante unos versos que estremecen, ante la actitud excelente de ciertas personas, que nos hablan de la bondad.

La experiencia suele decir que el silencio es puerta de la contemplación, aunque un concierto musical espléndido nos puede situar en esa actitud de descubrir los rincones más espléndidos del arte. Pero la posibilidad de llegar al más allá, a lo que no vemos con nuestros ojos pero intuimos con nuestro conocimiento, requiere normalmente el silencio contemplativo.

Por eso en los templos se busca cuanto más silencio mejor. En la liturgia hay lecturas y explicaciones y a veces una música espléndida que nos lleva a lo más trascendente, pero las circunstancias más habituales para la contemplación se suelen dar en el silencio.

“El silencio interior es el venero en el que nacen sigilosamente las palabras. El silencio sirve a la palabra, como la palabra al silencio. Palabra y silencio son eternos amantes. La palabra culmina en el silencio, como el ser en la nada, y el silencio se consuma en la palabra, como la nada en el ser”2.

Es la experiencia más habitual de aquellas personas que buscan esos momentos de recogimiento, en el campo, en su propia casa si se puede dar semejante cosa, en las capillas de ciertas iglesias, ante el Santísimo, pensadas especialmente para conseguir esos momentos de búsqueda de la Verdad.

Ángel Cabrero Ugarte

  1. El sentido del Cristianismo, Rafael Domingo Oslé, La esfera de los libros, p. 267
  2. Idem, p. 272