Hace pocos días, mi amigo Álvaro me trajo un viejo librito que habían encontrado entre las pertenencias de su suegra, fallecida recientemente, y me comentó que Carmen, su mujer, deseaba que me quedara con él. Se trata de un ejemplar de Presencia a oscuras (1948-1950), poemario de Ernestina de Champourcin (Vitoria, 1905-Madrid, 1999) –el número LXXXVII de la colección Adonáis–, al que le faltan las tapas. A mi amigo, le sorprendió que conociera el texto y a su autora.

Me produjo una especial emoción este detalle inesperado. Se trata de un poemario que he leído y releído en las obras completas de la escritora vitoriana. Tenerlo en mis manos, en esa primera edición de 1952, era como retroceder en el tiempo…, para pensar en la generación del 27 a la que Ernestina perteneció, volver a hojear la breve biografía escrita por Beatriz Comella (Rialp, 2002), recordar la ocasión en que la conocí, en un acto en la Biblioteca Nacional, pocos años antes de su fallecimiento, a través de mi gran amigo y maestro Pedro Antonio Urbina, tan añorado también…

Lo bueno de la lectura es que nos permite mantener el diálogo con los vivos y con los difuntos. En el caso de Presencia a oscuras, este ha sido especialmente enriquecedor, sobre todo por el Via Crucis con que se cierra el poemario, texto con el que he meditado tantas veces sobre la Pasión de Jesucristo.

A la suegra de mi amigo, la había visto casualmente en una ocasión, hace varios años. Estaba con su hija en una residencia de ancianos a la que yo había acudido para visitar a un conocido ingresado temporalmente allí. Ahora ese pequeño libro me une también a ella, por la lectura y sus secuelas sin duda hermosas que nos habrá dejado a ambos y que se podrían resumir con la palabra gratitud.

Luis Ramoneda

Ernestina Champourcin. Presencia a oscuras. Rialp 2005