No es oro todo lo que reluce

 

En el interesante volumen El laberinto junto al mar (2.ª ed. Acantilado, 2018), del poeta y ensayista polaco Zbigniew Herbert (1924-1998), en el que muestra su saber y su sensibilidad en siete breves ensayos sobre la cultura clásica grecolatina, del primer capítulo, que da título al libro, he sacado esta cita que me parece muy sugerente: Como es sabido, la manera más fácil de hacerse el original es ser iconoclasta, es decir, mostrar desdén por las obras consagradas y faltarles al respeto a las autoridades y a las tradiciones. Esta actitud me había resultado siempre ajena e incluso reprobable, a excepción del breve periodo comprendido entre los cuatro y los cinco años que los psicólogos definen como periodo del negativismo infantil. Mi deseo ha sido siempre amar, idolatrar, hincarme de rodillas y postrarme ante la grandeza a pesar de que nos supere y nos paralice, porque ¿qué clase de grandeza sería esa si no nos superara y no nos paralizara? (pág. 12). Se percibe la hondura de estas palabras aún mejor después de haber leído el capítulo que Herbert dedica a describir la historia de la Acrópolis de Atenas, desde que se inició la edificación hasta nuestros días, y se comprende, en una persona tan exigente en relación con la belleza, que, en el capítulo titulado La almita, en el que interrumpe la narración histórica y arqueológica, para dejar al lector unas breves reflexiones sobre la cultura y el arte, añada a lo dicho: Siempre he considerado del todo natural sentirme inseguro delante de las obras de arte. El derecho inalienable de las obras maestras es derrumbar nuestra arrogante seguridad y poner nuestra valía en tela de juicio. Me roban parte de mi realidad, me imponen silencio, interrumpen el estúpido ajetreo alrededor de asuntos baladíes y sin importancia. Tampoco permiten que –en palabras de Tomás Moro– "me tome demasiado en serio esa cosa tan invasora que se llama 'yo'". Si es lícito llamar transacción a todo, esa ha sido la mejor de las transacciones. A cambio de la humildad y el sigilo, he recibido "la miel y la luz" que yo mismo habría sido incapaz de crear. Y que concluya: Uno de los pecados mortales de la cultura contemporánea es la costumbre de esquivar el choque frontal con los valores supremos. Y también la altiva convicción de que podemos prescindir de modelos –tanto estéticos como morales–, ya que, supuestamente, nuestra posición en el universo es excepcional y no puede compararse con nada. Por eso renunciamos a la ayuda de la tradición, nos adentramos en nuestra soledad y hurgamos en los recovecos de nuestra almita abandonada (pág. 129). Muy lúcidas y vigente me parecen estas reflexiones de Zbigniew Herbert. 

Luis Ramoneda

Zbigniew Herbert. El laberinto junto al marAcantilado, 2018.