Unas manos delicadas aparecen a la lumbre del candil recién prendido. Crepita el aceite, como si despertara. El cenáculo va retornando de las sombras. Las arpilleras, las toscas paredes de revoque, acuden a la vista, traen recuerdos. Tan solo unas horas antes, tan solo todo un mundo. María, con la ayuda de Salomé, de la Magdalena, ha dispuesto todo para el sábado, que ha llegado extraño esta vez. Alrededor de la llama, María recuerda que, cuando Jesús era niño, una vez… su voz va creciendo y las sombras menguan; la Magdalena ha dejado de sollozar, parece que Él siguiera allí. El relato continúa. Vibran las pupilas de Juan, algo hiere y queda como un surco, como incisiones en una tablilla de cera. Cada poco, se escucha el roce de unos pies desnudos, tímidos, sobre las rudas estopas. Un rostro nuevo, que querría pronunciar la paz, shalom, pero no puede… y, sin embargo, la recibe. Unas nuevas manos, que sacan su candil de los pliegues del manto, que lo prenden del candil de María. Nuevos murmullos de pies, un candil más. Y otro, y otro. Afuera es la noche, y el frío. Continúa el relato. Los rostros se miran a hurtadillas. La Magdalena ha olvidado, por unos momentos, algo importante. Mira el cendal de arpillera que cubre el vano en la pared, por si no se retrasará el alba esta vez, esta vez tan extraña… y pone inconsciente la mano sobre los frascos de mirra y áloe que guarda en el regazo. Al alba… cuándo llegará por fin. Pero se está tan bien aquí, con María.