Una cierta idea sobre la belleza

Enrique Lynch realiza un estudio histórico sobre “la belleza” con indudable acierto. Al hilo del argumento, va desentrañando cómo a lo largo de los siglos, el concepto de belleza ha ido a remolque de las corrientes filosóficas imperantes, y pone de manifiesto cómo el concepto de belleza se va empobreciendo a medida de que las doctrinas filosóficas se separan o, incluso, rechazan la metafísica, hasta llegar al momento actual en el cual se insinúa la “muerte de la belleza” en el momento actual.

No es de extrañar que a medida que la idea de hombre y de Dios se ha ido diluyendo –se ha dicho que el hombre es una pasión inútil, y se ha escrito acerca de la muerte de Dios-, se haya empobrecido paulatinamente el discurso sobre la belleza, y se haya difuminado en el momento actual, hasta cuestionar si realmente se puede hablar de belleza.

Los pensadores clásicos asociaban el término belleza al ser “el pulchrum” afirmando que es un atributo del ser –usan el término “transcendental”-, y añaden que los transcendentales acompañan al ente en la medida en que son; en contraposición con las tesis del idealismo Kantiano…, que afirmaban que no es algo objetivo de los seres, sino una característica del sujeto que aprehende a los seres, desligándolos y vaciándolos de contenido real.

No hay que recorrer aquí todo el tortuoso camino en el que se ha caracterizando el concepto de belleza, como algo instrumental que aparece como agradable a los sentidos, o como consecuencia de la aplicación de unos conceptos científicos, o adecuándolo a unas normas canónicas, que desembocan en una perfección artesanal, con el riesgo de primar el “oficio” en la obra sobre ese “duendecillo” que nos hace entrar en comunión con la obra de arte.

¿Dónde está, de dónde sale ese duendecillo?: del espíritu. Mal que les pese a los materialistas, etc.…,  el hombre es espíritu y cuerpo, por lo que le es posible imprimir su imagen en las obras de su espíritu. De aquí que obras con mucho ”oficio” –designadas como obras de arte-, sin espíritu nos dejen fríos debido a la situación intencional del artista, pues como vulgarmente se dice “nadie da lo que no tiene”, o como señalaban los clásicos “ el obrar sigue al ser”.

Como espíritu el hombre es imagen del Dios invisible y, en la medida de la calidad de esa imagen, el artista consigue ese toque que es la belleza, muy unida a la “verdad” y al “bien” (sorprendentemente los clásicos también los catalogaban como “transcendentales”, propiedades unidas al ser). Si esa imagen está dañada produce algo imperfecto y, en cierto modo, inhumano, que difícilmente creará belleza, aunque siempre algo queda…

El hombre, en cuanto espíritu, está  abierto al espíritu y lo trascendente aunque también el soporte, la obra, sea material, y así pueda apreciar ese algo, el complemento de belleza que aportan las obras del espíritu. ¿Y la belleza en la Naturaleza? No me resisto a citar a S. Juan de la Cruz cuando escribe que “el amado…, pasó junto a estos setos, y con sólo mirarlos los llenó de su hermosura”.

Así pues, para crear belleza y apreciar la belleza, hace falta esa finura de espíritu que se abre a lo trascendente.

 

Luis Corazón