Arquitectos de la cultura de la muerte

La “Cultura de la Muerte” se contrapone a la “Cultura de la Vida”, y ambas se confrontan en torno a cuestiones como el aborto, la eutanasia, la experimentación con embriones, la concepción de la sexualidad… Sin embargo, no siempre se tiene una idea clara de la mentalidad que subyace en la llamada “Cultura de la Muerte” ni de cómo se ha ido conformando. De Marco y Wiker dan a la Cultura de la Muerte un enfoque de enorme inmediatez. Con un estilo a la vez riguroso, cercano y entretenido, nos muestran las ideas y las vidas de veinte influyentes personajes, haciendo claro y palpable el pensamiento y las intenciones que informan esta mentalidad, inédita hasta ahora en la civilización occidental, que poco a poco se va haciendo presente en la legislación de numerosos países, europeos y americanos. Un cuadro impresionista en el que se realiza una original descripción de varios de los personajes que más han influido en la formación de la Cultura de la Muerte. La clarificadora lectura de este libro da respuesta a las importantes preguntas que alimentan los más enconados debates de nuestra sociedad actual.

Ediciones

Edición Editorial Páginas ISBN Observaciones
2007 Ciudadela
344
9788496836044
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3
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Imagen de wonderland

Son pocos ya los libros en que se piensa de un modo ordenado. Decía D’Ors que la claridad es una cortesía de la inteligencia. Hoy el ensayo se ha convertido en la casa de las más insospechadas y encadenadas neurosis. El caos, la inusitada apología del fragmento, florecen al dictado de una escritura automática que abomina de la clásica labor intelectual. Este libro es una muestra de que todavía es posible pensar al compás del diapasón de la inteligencia. Es la prueba de que en el mundo anglosajón todavía pervive un reducto intelectual donde se agradece la explicitación del principio de causalidad. “Arquitectos de la cultura de la muerte”, es una obra pulida, reposada y divulgativa que busca retratar escuetamente a algunos de los ideólogos de esa mentalidad, cada vez más dominante en Occidente, que no cree que el hombre sea más que un elemento mayormente plástico sobre el que el hombre puede ensayar sus más arcanas inclinaciones.

A lo largo de la lectura, ágil y periodística, uno va descubriendo el “star-system” de la muerte y la desesperanza: los adoradores de la voluntad, los evolucionistas de la eugenesia, los utópicos seculares, los existencialistas ateos, los buscadores del placer, los planificadores del sexo, y los traficantes de muerte. En cada uno de estos cajones de sastre, los dos autores van haciendo emerger la textura humana e intelectual de personajes “ilustres” como Schopenhauer, Nietzsche, Darwin, Marx, Comte, Sartre, Simone de Beauvoir, Freud o Margaret Mead. Pero, quizás el plato más suculento a degustar en estas páginas son los “otros” teólogos de la inhumanidad; hombres y mujeres que no han retronado tanto en nuestras librerías, pero que no dejan de suponer una tradición oculta pero letal, a la vez que un reemplazo generacional, para ese “nuevo humanismo” que deshumanizó el S. XX y acorrala al posmoderno S. XXI mediante epifanías numerosas y superfluas.

No sabemos qué fue antes, si el huevo o la gallina. Algunos dicen que el gallo. Lo que está claro es que el irracionalismo del S. XIX tiene antecedentes. Ese huevo lo puso una gallina que se llamaba Pico de la Mirandola, que emancipó al hombre de su origen. Y también está claro que Ramón Sampedro y sus tétricas navegaciones “Mar adentro”, o “Sendero luminoso” y sus sembraderos de muerte en Leganés, no hubiesen existido sin esos sementales del “instinto de muerte” que desfilan por este preocupante panteón (Derek Humphry, Jack Kevorkian, Peter Singer,...).

Nuestra cultura tiende a la banalidad. Por eso, libros como éste nos ayudan a no ser prisioneros de ella, porque nos llevan –guiados por la razón y el estudio- a través de la apariencia, más allá de ese espejismo de la “libertad pura”, arrancándole la máscara a lo que no es más que el moridero/merendero más pestilente de la reciente “humanidad”.

Sin embargo, está claro que los zombis no tienen por qué darse cuenta de que “aquí huele a muerto”.