Los ministros y los ministerios

 

Quien ha leído el último libro del Cardenal Sarah, escrito en colaboración con Benedicto XVI, sabe, solo con leer el título de este artículo, de qué quiero escribir. Porque este libro, con un título tan largo como inexpresivo -no expresa la materia de fondo- manifiesta de modo claro la preocupación de la Iglesia por la dificultad de que surjan vocaciones sacerdotales.

En gran medida el motivo por el que surge este texto es para advertir la sinrazón de la insistencia en la ordenación de hombres casados. El cardenal Sarah ha estado presente en las reuniones del Sínodo de la Amazonia y ha oído algunas opiniones peligrosas para la doctrina de la Iglesia y, en concreto, todo lo que se refiere al celibato sacerdotal.

Hay una confusión terminológica que viene ya de hace unos cuantos años, y es la tendencia a confundir los ministros con los ministerios. El ministro sagrado en la Iglesia Católica es el ordenado, y el hecho de que se pueda pedir a un laico que ejerza algún tipo de diaconado o lectorado no puede degenerar en hablar indistintamente de ministerio. Se hace, y tiene un sentido, porque un laico puede ser lector en la liturgia de la Palabra en las celebraciones eucarísticas, y está haciendo un servicio que se puede llamar, y se ha llamado, ministerio. Pero de ahí a confundir una ayuda accidental, no necesaria, con el ministerio sacerdotal hay muy poco, y se haría un daño muy grande a la Iglesia.

Hacen falta sacerdotes. En el evangelio de San Lucas (10, 1-12) nos lo advierte el Señor: “La mies es mucha y los obreros pocos. Rogad, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies”. Jesucristo nos anima a rezar, siempre. A lo largo de toda la historia de la Iglesia se ha visto la necesidad de más sacerdotes. Y seguramente habrá quien piense que la sequía actual es algo desconocido, pero siempre han resultado escasos para la inmensa tarea.

No es nuevo, pero sí son nuevos los motivos por los cuales es difícil que surjan ahora vocaciones sacerdotales. Hay fenómenos distintos que hay que tener en cuenta. Quizá dos de un modo más claro. Por un lado, la dispersión tan importante que surge en torno a la juventud con las tecnologías, concretamente con la profusión desmedida de pantallas. Por otro lado, la falta de familias numerosas. Estos dos elementos son complejos en sí mismos, cada uno de ellos, y además se mezclan, se influyen mutuamente.

La multiplicación de medios de comunicación muy asequibles a los jóvenes es dañina en sí misma. La dispersión, la distracción en todo momento, supone con demasiada frecuencia una falta casi total de orden, de obediencia a los consejos de padres y profesores. Que un chaval de 14 años pueda estar en cualquier momento del día distraído con mensajes de sus amigos, con vídeos de cualquier tipo, con informaciones escandalosas, con pornografía… es algo que destruye toda posibilidad de vida interior.

Y la existencia de una familia verdaderamente numerosa lleva consigo, casi por definición, orden, sentido importante de la obediencia, piedad, presente en el ambiente familiar. Sin duda con todas las excepciones que se nos puedan ocurrir, porque conozco vocaciones valiosísimas de hijos únicos. Pero dejando aparte las excepciones, parece que como regla general se entiende.

Pedid al dueño de la mies que envíe obreros a su mies. Y poned los medios humanos para que esto sea posible.

Ángel Cabrero Ugarte

Card. Robert Sarah/Benedicto XVI, Desde lo más hondo de nuestros corazones, Palabra 2020

Comentarios

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Hay ministerios ordenados y ministerios no ordenados. En un texto del Papa Francisco que ahora no puedo situar, habla de cualesquiera otros ministerios que se puedan pensar. Por poner un ejemplo: catequista, visitador de enfermos, animador litúrgico, etc. Las mismas diaconisas de las que habla San Pablo ejercen un ministerio no ordenado al servicio de la Iglesia. La Madre Teresa hablaba, en una ocasión, de que sus monjas bautizaban, preparaban matrimonios y realizaban funciones parecidas en lugares donde no había sacerdotes. Concluía que eran casi diaconisas. Pienso que no hay que apagar el espíritu por una cuestión de nombres. La ordenación sagrada es otra historia, y no corresponde a nosotros decidir sobre ella.