El Cristo de nuestra fe

 

El profesor Karl Adam (1876-1966), Ordinario de Teología de la Universidad de Tubinga, publicó por primera vez su obra “El Cristo de nuestra fe”, en 1957 y, desde entonces, son muchas las ediciones que ha tenido este importante trabajo.

Volver a esta obra en las puertas de la Semana Santa, nos ayudará a retomar el camino de la cuaresma y profundizar en el sentido de las celebraciones litúrgicas que tendremos la oportunidad de vivir con todo el rigor y la belleza de la liturgia de rito latino.

Precisamente, el pueblo cristiano ha resumido muchos siglos de estudio, de oración, de historia, de teología, de espiritualidad y de liturgia con unas sencillas y claras palabras: “Señor mío Jesucristo, Dios y hombre verdadero” (p.18). Así, por el impacto de la fe, los cristianos mostraron el error de Platón para quien “Dios es tan trascendente, que, de suyo, no puede tener relación alguna con el mundo” (83). Cristo, afirmamos, es nuestro creador, salvador y Redentor.

Asimismo, frente a Arrio y al arrianismo que negaba la divinidad de Jesucristo, se levantaba una y otra vez la voz infatigable de la fe de la Iglesia que, de muchas maneras y acentos, exclamaba por boca del apóstol Natanael: “Tu eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo” (84).

Así pues, el trabajo que ahora presentamos es un fino análisis de la Cristología que está sólidamente sustentado en la tradición apostólica y en la Sagrada Escritura, pero también es deudora de una larga aportación de siglos de muchos teólogos que han hecho, como decía el cardenal Ratzinger, teología arrodillada. De modo que, como era de esperar, podremos acceder a las fuentes de la verdad sobre Cristo.

No leeremos en este libro nada novedoso, pero si leeremos el tesoro de la revelación de un modo nuevo. Nos sucederá como con el prólogo a la carta a los Hebreos que corre parejo al prólogo del Evangelio de san Juan y que busca ser la continuidad en el tiempo y en la poesía de nuestra oración y de nuestra fe: “Habiendo Dios en lo antiguo hablado a nuestros padres de muchas maneras y en muchas ocasiones por medio de los profetas, últimamente, en estos días, nos ha hablado a nosotros en su Hijo, a quien ha constituido heredero de todas las cosas, por quien hizo también los siglos” (Heb, 1, 1-3).

Aquí está, como dice Adam, la gran veta de oro de nuestra fe: “Jesús Hijo del Padre” (123). A la vez, nos pasará como a los apóstoles, que necesitaremos mucha oración para profundizar en estos misterios, pero también, como ellos, tendremos hambre de Dios (151), para ir vislumbrando que “el Dios único y omnipotente se había hecho hombre” (153). Efectivamente, la encarnación es un misterio, y a la vez, muestra que es real la distinción tomista entre esencia y acto de ser.

Finalmente, es importante recordar las palabras de Karl Adam, que suenan a la esencia de la vida cristiana; al seguimiento de Cristo y a la identificación con él, pues afirma que los apóstoles después de Pentecostés, sabían lo que tenían que hacer (158), lo que creían (164) y a quien seguían (289), pues como recogerá pocos años después, la Epístola a los Hebreos: “En él vivimos, nos movemos y somos” (Heb 17,28).

José Carlos Martín de la Hoz

Karl Adam, El Cristo de nuestra fe, ed. Herder, Barcelona 1972, 456 pp.