¿El destino o el sentido?

 

Sorprende con qué superficialidad se habla, con bastante frecuencia, del destino del hombre, no sabemos si como un comentario intrascendente, no pensado, o si, más bien, se utiliza esa palabra conscientemente y, por lo tanto, como expresión de falta de libertad. Porque hablar del destino es semejante a pensar que está escrito y previsto qué va a ser de la vida de cada quien. Desde luego sí es frecuente constatar que muchas personas no creen en la libertad, lo cual produce una impresión verdaderamente penosa.

El hombre no tiene un destino sino un sentido en la vida. Creer en el destino es semejante a tirar la toalla: no tengo nada que hacer por mi vida, nada que hacer por mejorar, nada que importe si pido perdón o me regodeo en mis fallos, ningún interés por rectificar, porque mi destino está escrito. Es verdaderamente  triste pensar en personas que no tienen nada por lo que luchar, la pura pasividad, dejar que corra el tiempo; pero los hay, no hay más que ver esa gente que termina su trabajo, realizado por necesidad física, pensando en el fin de semana, y que se sienta delante de la televisión para “entretenerse”. Triste vida, sin sentido.

El sentido es la meta, es el porqué que marca un camino. El hombre está hecho a imagen y semejanza de Dios. Libre, con capacidad de conocer y amar. Ama la verdad/bondad que conoce. Lo que es bueno es lo que le mueve. Lo decía Aristóteles: "Todo arte y toda investigación, y del mismo modo toda acción y elección, parecen tender a algún bien; por esto se ha dicho con razón que el bien es aquello a que todas las cosas tienden". El hombre tiende al bien, tiene como fin el bien. Para hacer el bien hay que conocerlo, y la verdad tiene razón de bien. Una persona sin sentido en la vida es la que ha renunciado a saber, a buscar.

La mayoría de las personas tienen un deseo de realización. Desean realizarse como padres o madres, como médicos, como comerciantes, como pintores. Todo eso es vivir por un sentido, tienen sentido en su vida, y quieren alcanzarlo y la lucha consiguiente perfecciona al individuo. Todos nos encontramos, en algún momento de la vida, en la tesitura de elegir. Pero al mismo tiempo somos conscientes de que hay unos fines más importantes que otros. Hay una jerarquía, fines parciales, a corto plazo, como acabar una carrera, o a más largo plazo como triunfar en una profesión; fines que parecen definitivos, como formar una familia, hasta que llega un momento en que los hijos se van de casa y uno se da cuenta que eso no es lo máximo.

Hay un fin último. Y si somos conscientes de que el sentido de la vida es el bien, también podemos llegar, por la fe o por el conocimiento intelectual, a entender que el último fin es la Verdad Última, la Bondad en sí, que es Dios. Y entonces el hombre o la mujer advierten, si no lo habían pensado antes, que los demás fines son parciales y buenos en la medida que llevan al fin último. Tener un fin en la vida, vivir con sentido, es saber hacia dónde voy, qué es lo que me proporcionará la auténtica felicidad.

Qué distinto es vivir pensando que hay un destino a saber que tengo un sentido. Como dice Wadell, “cuanto más nos orientamos hacia el bien de la caridad, que es la espléndida bondad de Dios, tanto más somos transfigurados. La conversación en el bien de la caridad es la conversión de nosotros mismos a Dios: la conversación implica ser transformados en algo más de lo que ya somos” (2002). Pensar en el destino es vivir derrotado, vivir según un sentido es perfeccionarse, es luchar, y, si ese sentido es el definitivo, es vivir en el auténtico camino de la felicidad.

Ángel Cabrero Ugarte

 

Wadell, P.J., La primacía del amor, Palabra, Madrid 2002