El que tenga sed venga a mí y beba

 

Estos días en los que estamos celebrando la JMJ de Lisboa, estamos asistiendo a la acción pastoral del Romano Pontífice con los jóvenes llegados a Portugal desde el mundo entero y con aquellos otros que lo están siguiendo por los medios de comunicación.

Indudablemente, asistir a esa explosión de afecto y entusiasmo ya nos indica que Jesucristo, hoy y siempre, no deja indiferente a los jóvenes de nuestro tiempo: o produce frialdad o produce entusiasmo. De ahí las dos diferentes reacciones que hemos comprobado en nuestro país: unos jóvenes (lo son hasta más allá de los cincuenta) acuden a última hora arrastrados por el ejemplo de cientos de miles de colegas que se han puesto en marcha y ya están allí y, otros quizás, siguen con su plan de verano trazado desde hace meses: trabajo, playas, montaña, turismo, familia, voluntariado, mochila y autostop, idiomas, macrofestivales, etc.

En ese sentido me ha impresionado la fuerza con la que el papa Francisco ha vuelto a demonizar la palabra proselitismo y lo ha hecho, como en otras ocasiones, haciendo referencia a la situación gravísima de América del Sur que conoce muy bien, donde tantas sectas hacen un proselitismo demoledor y arrastran masas de jóvenes y mayores con poca formación a un camino que conduce al absurdo y a las mayores crisis: las de la decepción del mundo sobrenatural.

Evidentemente, el método pastoral de la Iglesia ha sido siempre el de la persuasión y la naturalidad de la coherencia, es decir, mostrar con nuestra alegría y nuestro contento que sólo Jesucristo colma nuestras más profundas ansias de amor y felicidad y que mediante la donación a Jesús y a su doctrina salvadora podemos sacar lo mejor de nosotros mismos para dar gloria a Dios y hacer felices a nuestros hermanos los hombres.

Esta noche, en la vigilia de la JMJ de Lisboa, 2023, cuando tome la palabra el papa Francisco, sucederá lo mismo que en Jerusalén hace dos mil años, cuando Jesucristo, en el momento álgido de la fiesta, en el templo, levantó la voz entre la multitud y exclamo: “Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva” (Io 7, 37).

Algunos correrán a la fuente del amor misericordioso de la confesión sacramental y, bien limpios, irán al abrazo inconmensurable de la eucaristía y formalizarán una nueva relación de intimidad y complicidad con Jesucristo que sellarán día a día con la renovación del amor: un camino que los llevará a la vida eterna.

La felicidad de la unión y la complicidad con Jesucristo es un ejercicio diario y libre de la voluntad de amor que sacia sin saciar y que da sentido a la vida, pues como afirmaba san Josemaría “toma cuerpo de oficio” y se concreta en los diversos caminos que llevan a la felicidad: el matrimonio para la mayoría con sus diversas etapas del amor renovado de por vida y el celibato en sus múltiples y variadas formas y tiempos siempre con la novedad del amor.

José Carlos Martín de la Hoz