La confianza de los sencillos

 

Entre los textos más conmovedores y, a la vez, más enigmáticos recogidos en el Nuevo Testamento, se encuentra una sencilla oración dirigida por Jesucristo a Dios Padre: “Yo te alabo Padre, Señor de cielos y tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y entendidos y se lo has revelado a la gente sencilla” (Mt 11,25). Se trata sin duda de una manera directa de enseñarnos a hacer oración, de dirigirnos al creador con confianza verdaderamente filial.

Realmente ante Dios y ante los hombres veraces, la gente sencilla, esa que tiene mirada limpia, grandeza de corazón, ambición de horizontes, esa que exclama: “pobre pero honrado”, resulta verdaderamente conmovedora, pues esas personas no suelen destacar por grandes hechos llamativos, sino por su capacidad de “desprender esa especie de confianza que sobrepasa a cualquier tipo de inteligencia” (122).

Es importante aprender a leer y a descubrir textos que ilustren, que aporten, que den luces sobre lo esencial. Recomiendo leer las últimas páginas del breve, pero muy interesante, ensayo redactado por el artista y profesor Jean Philippe Trottier, pues se dedica a caracterizar la sencillez del evangelio, dentro de un libro que va claramente de menos a más y que agarra hasta no dejarlo sin terminar.

Asimismo, no deja de ser interesante que nuestro autor se detenga a recoger la diferencia entre una persona sencilla y una persona simple, pues podría darlo por sabido: “los simples no tienen la función de reflexionar y ser lúcidos, sino de vivir en directo aquello que otros teorizan y representan. A lo sumo, rumian sus reflexiones en el secreto de sus corazones” (123).

Las gentes sencillas de corazón, son piadosas, personas de fe, suelen ser confiadas en Dios, en la familia, en sus amistades, en el corazón del hombre. “podemos afirmar que Dios es amor, pero su amor es infinitamente algo más que el amor humano. El amor de Dios es de otro orden” (140).

Por eso, cuando aparece la cruz, es la hora de la prueba y es la hora de la maduración del verdadero amor. Sobre todo, cuando es la cruz de cada día o la cruz del paso del tiempo, del paso del día, de la paciencia: “no elegimos la cruz, es ella la que nos elige y, cuando esto sucede, tan solo nos queda decir que sí. Todo el misterio de la libertad se encuentra aquí, siendo a lo mejor nuestro misterio más difícil aquel en el que Dios y el hombre se reencuentran en su desnudez” (151).

La gloria de Dios hecho hombre para tener que ver con la desposesión más radical, con la humildad de la sencillez: “la cruz es el lugar y el momento en el que el dolor inexpresable tan solo puede moverse, casi por atracción o por aceptación muda y suplicante, hacia el encuentro con Dios, puesto que es la última y sola realidad que puede corresponder al yo que ha llevado la fragmentación hasta el límite, vaciándose completamente. El Todo y la Nada se unen” (164).

José Carlos Martin de la Hoz

Jean Philippe Trottier, La profundidad divina de la existencia, ediciones carena, Barcelona 2018, 170 pp.