Una de las claves más interesantes en el estudio de la amplia literatura patrística que se conserva es el tratamiento del extendido problema de la decadencia, pues el mundo antiguo estaba acostumbrado a proyectar la tendencia humana a la decadencia y a la muerte, a las demás esferas de la vida humana y, por tanto, las creía ver realizadas en las vueltas y ciclos de las civilizaciones. Es lógico, por tanto, que en la obra clásica del cardenal francés Henri de Lubac, sobre la Iglesia, recientemente reeditada por ediciones Encuentro, nuestro autor vuelva sobre el pesimismo clásico y la teoría del mundo cíclico.

En seguida, nos recordará el cardenal de Lubac que “entre muchos de ellos se discierne todavía algo de aquel pesimismo antiguo para el que la historia del género humano no era más que una sucesión de decadencias: después de cada intervención saludable, nos hacen asistir a una caída siempre más profunda, que va a necesitar de parte de Dios un remedio siempre más enérgico y al mismo tiempo mejor adaptado a las miserias acrecentada del enfermo” (217).

Para muchos autores, nos recuerda de Lubac la economía de la gracia, el plan de salvación sobre los hombres, consistiría en tantos medios “sucesivamente imaginados para remediar un mal siempre renaciente”. Es lógico que los padres recuerden que “el genero humano en los tiempos antiguos no podía recibir todavía la doctrina de Cristo, perfecta en sabiduría y virtud”. Era preciso primero sembrar la semilla de la Palabra de Dios a través de los profetas hasta que se produjera la plenitud de los tiempos (218).

La expectación de la venida universal, se produjo, simultáneamente, en un momento de corrupción moral pagana total y de estancamiento y opresión de la conciencia de los judíos con las estrecheces de la ley, pues como decía Tertuliano: “nihil sine aetate, omnia tempus expectant”. Es decir, siempre hay que esperar a la venida de Cristo, a las sucesivas venidas, hasta la última (220).

Es interesante el concepto de “lentas maduraciones” tanto de las personas como de las culturas y civilizaciones. Hay que contar con la gracia de Dios y con el tiempo para amar que sigue siendo corto. En cualquier caso, la palabra de Dios, como semilla divina es arrojada cada día en el corazón del hombre y produce sus frutos al 30, al 60 o al 100, depende de la docilidad a la gracia. Asimismo, de la correspondencia para obviar las dificultades de las pasiones, de la superficialidad y de la inconstancia. Pues como señala san Juan Crisóstomo: “Dios quiere que el hombre sea, no violentado, sino persuadido”.

En cualquier caso, nos dirá de Lubac: “la adhesión que se le pide reclama siempre por parte del hombre, cualquiera que sea su nivel de cultura y también el grado de luz natural o sobrenatural, que se le ha concedido, una conversión total, es decir un retorno del mal al bien y de las tinieblas a la luz. Pero no es menos cierto que la invasión, o más bien la investidura de la naturaleza humana por la divina, se hace de manera progresiva a partir de una primera iluminación natural hasta el pleno día de la eternidad” (221).

José Carlos Martín de la Hoz

Henri de Lubac. Catolicismo. Aspectos sociales del dogma, ediciones Encuentro, Madrid 2019, 403 pp.