La dulce necesidad de la libertad

 

El profesor Karl Adam (1876-1966), de la Universidad de Tubinga, es uno de los grandes teólogos alemanes del siglo XX que más influyeron en la renovación teológica que confluyó en el Concilio Vaticano II y, consecuentemente, de los más importantes en el desarrollo de la teología actual y es autor de numerosas y renombradas obras en especial sobre la cristología y la soteriología, muchas de las cuales se siguen reeditando.

Precisamente, en estos días que pensamos en la Semana Santa y en los misterios de la Pasión y muerte de Nuestro Señor Jesucristo, vale la pena volver a releer el tratado ya clásico de cristología, titulado El Cristo de nuestra fe (1954), donde al hablar sobre las dos naturalezas en Jesucristo, la divina y la humana afirma: “la esencia de la libertad humana consiste en que el querer humano permanezca fiel a su más íntima naturaleza, es decir, que pueda aspirar  o no, sin coacción intrínseca, ni extrínseca, a su objeto específico, a lo que constituye parta él un bien”.

Enseguida, se va a referir al bien que se presenta ante la voluntad y cómo ésta se mueve libremente a obrar: “un ser que está constituido de manera que sin violencia externa y sin impedimento de contrarios apetitos internos, con aceptación consciente de la tendencia fundamental de su naturaleza, aspira al bien objetivo, es perfectamente libre”.

Inmediatamente, llegará al núcleo de la aportación que deseamos comentar ahora, cuando afirma: “Esta libertad es una «dulce necesidad», en expresión de san Agustín. En este sentido, Dios es absolutamente libre, pues extrínsecamente no puede ser impedido por influjos no divinos en la realización consciente de su ser, e intrínsecamente quiere con absoluta aceptación, como sumo bien, ese mismo ser suyo perfectísimo” (297).

Así pues, de un modo análogo, en cuanto que el hombre es imagen y semejanza de Dios, también ese don divino de la libertad que hemos recibido gratuitamente del mismo Dios nos da la fuerza y la energía para cumplir la voluntad divina.

Es más, añadirá Adam: “Ser libre significa aceptar y cumplir, sin coacciones externas ni internas, la tendencia de nuestro ser ordenada hacia el bien objetivo”. También nosotros tenemos “la dulce necesidad de la libertad para amar a Dios”.

Precisamente, el valor de los actos libres de Jesucristo y en especial, su pasión y su muerte, hacen que tuviera lugar la redención del género humano, pues como recuerda el Concilio de Trento: “Sólo por su libertad, solo por su libre albedrío, fue causa meritoria de nuestra justificación” (sesión VI, cap. 7).

Una Redención que, como subrayará Adam, fue sobreabundante pues: “La máxima energía moral, el «sí» más concentrado a la voluntad del Padre, la mostró Jesús en su obediencia a la pasión: «Se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Filip 2,8)”. Finalmente, añadirá esta sencilla conclusión: “Jesús nota expresamente la libertad de su voluntad: «Nadie me quita la vida, sino que la entrego yo mismo. Y tengo poder de entregarla y poder de tomarla nuevamente» (Io 10, 18)” (298).

José Carlos Martín de la Hoz

Karl Adam, El Cristo de nuestra fe, ed. Herder, Barcelona 1972, 456 pp.