La ilicitud de las guerras

 

En toda la historia de los hombres se ha sufrido la calamidad de las guerras, pero cuando se hace un estudio de las diversas situaciones es posible darse cuenta de que el problema con frecuencia es el egoísmo, el afán de poder, el empeño por dominar o, con mucha frecuencia, de enriquecerse. Quizá extrañe menos que hubiera guerras en la antigüedad, cuando la influencia de las religiones era menor o muy pobre.

Cabría suponer que con el influjo del cristianismo deberían ser las cosas de otra manera. Parece que hoy en día puede haber más medios para llegar a acuerdos y mantener la paz. Sin embargo, fácilmente se vuelve a lo de siempre, una vez más, con la gravedad añadida de que se pueda tildar de guerras de religiones. Judíos y musulmanes.

Es muy penoso, las consecuencias son muy graves, el daño que se hace a tanta gente es terrible. Y todo eso nos hace reflexionar por los motivos. Si nos fijamos un poco podemos llegar a la conclusión de que, junto con el posible egoísmo, hay un desconocimiento de la verdad, una negación de lo natural y por eso no hay moral. Si hubiera un seguimiento de la ley natural, que al fin y al cabo es el querer de Dios, se podrían evitar estos desmanes. Si todos tuviéramos presente lo que es más propio de la naturaleza y del conjunto de las personas, estaríamos de acuerdo y no habría guerras.

Se puede comprender que haya gente ignorante, que haya gente egoísta, que no quiera atenerse a la ley natural, y por lo tanto a la moral, pero que esas desavenencias lleguen de los jefes de estado, de personas con influencia, no deja de tener más gravedad.

Un papa santo, Juan Pablo II, escribe una encíclica con mucha enjundia: “Veritatis Splendor”, precisamente con el interés de promover lo que es natural. Se daba cuenta de que siempre puede haber quien se quede al margen, con el consiguiente daño. Una encíclica profunda, desde sus conocimientos filosóficos.

En el número 12 nos dice: “Sólo Dios puede responder a la pregunta sobre el bien porque Él es el Bien. Pero Dios ya respondió a esta pregunta: lo hizo creando al hombre y ordenándolo a su fin con sabiduría y amor, mediante la ley inscrita en su corazón (cf. Rom 2, 15), la «ley natural». Esta no es más que la luz de la inteligencia infundida en nosotros por Dios. Gracias a ella conocemos lo que se debe hacer y lo que se debe evitar”.

Es una de esas verdades que parecería que no necesitan ninguna defensa especial. Es elemental. Pero luego nos encontramos con que parece inexistente esa “sabiduría y amor” que debe ordenarlo todo según la naturaleza de las cosas creadas por Dios. Y sigue habiendo desordenes y violencias. Está claro que las diversas religiones pueden tener diversos planteamientos de formas de hacer o de dirigirse a sus dioses, pero sí podríamos esperar que se atuvieran a la ley de la naturaleza, porque esa es de todos por igual.

Por eso deseamos que sepan atenerse al orden natural de las cosas, al amor, al respeto, al orden, a la generosidad. Y podríamos decir, así de fácil, aunque parece que es “así de difícil”. Porque sería un primer paso para evitar tensiones: saber lo que está bien y lo que está mal, saber lo que está en la naturaleza del hombre.

Ángel Cabrero Ugarte