La reforma de la Iglesia

 

Aunque han pasado ya algunos años de su publicación, conviene detenerse en algunas de las cuestiones tratadas en la interesante guía para el estudio y la comprensión del desarrollo del Concilio de Trento que realizó en 2013, el profesor de historia de la Iglesia John W. O’Malley de la Universidad de Georgetown. Nos interesa rastrear la influencia de Felipe II en Trento.

Respecto a las fuentes usadas, el autor se confiesa sencillamente deudor de las líneas directrices marcadas por la amplia investigación del famoso profesor Hubert Jedin (1900-1980), de la Universidad de Bonn, quien terminó de publicar en 1975, la más completa edición en varios volúmenes del Concilio de Trento, que ha sido traducida al castellano y publicada por la Universidad de Navarra entre 1972 y 1981.

Una de las claves de este Concilio fue la unión entre los decretos dogmáticos y los dedicados a la Reforma de la Iglesia; una decisión salomónica, que puso fin a una interminable discusión acerca de si debía ser un concilio que recordara y aclarara los aspectos doctrinales oscurecidos por Lutero para clarificar la verdadera doctrina de la Iglesia, o bien debía tomar las medidas canónicas y pastorales necesarias para llevar a cabo la improrrogable reforma de la Iglesia que era exigida por todos desde el Concilio de Constanza en 1415 (82,253). Así pues, una de las características más importantes de este concilio fue la armonía entre canonistas y teólogos: “los canonistas tuvieron un papel destacado en la formulación de los decretos de reforma, para cuya redacción fue necesario a menudo contar con su pericia y habilidad, debido a la enorme complejidad legal y fiscal que implicaban las reformas” (116).

Precisamente, los decretos dogmáticos tuvieron su eje central en la Sesión VI de 1546 y mediante el Decreto De Iustificatione redactado en sus líneas fundamentales por el teólogo imperial y catedrático de la Universidad de Salamanca, el dominico Domingo de Soto, quien había publicado meses atrás en Venecia un tratado, De natura et gratia (1545), que seguirá el texto conciliar.

Respecto a los decretos de reforma, hemos de recordar con O’Malley: “que tenían una intención pastoral. En la versión final del documento la expresión ‘cura de almas’ o ‘salvación de las almas’ se repite cinco veces” (117).

Es interesante destacar que en las instrucciones que había dado Felipe II al obispo de Granada, Pedro Guerrero era la de lograr que el concilio decretara la residencia episcopal como el eje fundamental para lograr la cura de almas y el gobierno de la diócesis (181). La verdadera reforma comenzaba por la elección de los obispos (211) y su presencia estable en las diócesis y sin acumular varias en un solo obispo (215).

El siguiente paso, intrínsecamente unido al anterior, fue el decreto sobre los seminarios. Es decir, la obligación de los obispos diocesano de poner en marcha cuanto antes un seminario en la diócesis (212-214), dotarlo de formadores y de un claustro de profesores que explicaran las materias necesarias para preparar a los nuevos presbíteros en la catequesis, sacramentos y cura de almas del pueblo en ciudades y aldeas (256).

José Carlos Martín de la Hoz

John W. O’Malley, Trento ¿Qué pasó en el concilio?, de. SalTerrae, Santander 2015, 327 pp.