Leer o morir de pena

 

No es raro que, con cierta periodicidad, surjan libros que, en el fondo e incluso en la forma, pretenden vender la maravilla de la lectura. El último que he leído -Leer contra la nada- es uno de estos casos, con la ventaja de que aborda el tema directamente y armado con un bagaje importante de citas de muy variados autores. Una vez más la insistencia sobre la riqueza de la lectura y la pena tan grande que nos da ver a gentes, muchas, que no pillan un libro ni para usarlo de apoyo, porque en las estanterías de su casa no existe el género.

Se me ha ocurrido muchas veces comparar el placer de la lectura con el del montañismo. Los que subimos a la montaña somos un porcentaje mínimo y, para más inri, con frecuencia somos objeto de escarnio: “pero que hace este tío en los montes con la que está cayendo”. Yo no olvidaré nunca las palabras de un amigo que un día, subiendo un monte de la Sierra de Guadarrama, con un paisaje recién nevado, se quedó parado, contemplativo, y del alma le salió algo así como: “Y pensar que ahí abajo hay millones de personas que no conocen esto…” Al pobre no le caía en la cabeza. Estaba maravillado con la belleza que, gratuitamente, se nos mostraba en medio de un silencio maravilloso.

A los lectores nos pasa lo mismo, con muchísima frecuencia, cuando terminamos un libro: “Esto lo tiene que leer Fulanito o Menganita”. Con emoción, con un deseo de transmitir un tesoro maravilloso que está ahí, al alcance de la mano. Por eso podemos llegar a tener fama de pesados, porque no podemos dejar de transmitir la maravilla, tan a mano para todos. Antonio Basanta, en este libro citado, dice: “No conozco ningún lector que, satisfecho, feliz con la obra que ha leído, no acuda a comentarlo con las personas queridas, con los amigos, con los compañeros. Es la consecuencia del efecto comunicativo de la lectura y también del valor que ésta tiene para convertirse en un vínculo social”.

El caso es que esto no ocurre con otras experiencias habituales. A mí nunca nadie me ha venido a decir, con entusiasmo: “Tienes que ver cuanto antes la serie tal o cual de la tele”. Nunca. Yo, por mi parte, sé que me pongo a veces un poco pesado con la recomendación de libros, porque me da mucha pena que no conozcan toda la riqueza que tenemos a nuestro alcance.

La comparación con el montañismo va más allá que el simple gozo, maravilloso, de llegar hasta el final. Sirve también para tener en cuenta que, en ambos casos, hace falta entrenamiento. Si a un entusiasta le da, de pronto, por unirse a mi cordada y venirse, sin más, a subirse cualquiera de los dosmiles del entorno, seguramente se acordará de mí durante meses, porque lo pasará de a kilo. Agujetas, heridas producidas por las botas, nuevas, sin estrenar, etc. Puede llegar a la cumbre, y seguramente lo valore, pero el esfuerzo y las magulladuras posteriores pueden disuadirle de volver a intentarlo.

Con la lectura puede ocurrir lo mismo. Si queremos que una persona se aficione, pongámosle delante una novela romántica de no muchas páginas. Eso sí, buena, de las que no se olvidan; y luego querrá más y llegará el momento en que se enfrente sin miedo a las grandes obras clásicas y nos agradecerán eternamente haberles llevado por ese camino. “Ofrecer la lectura, dice Basanta, es siempre, o así debería ser, un acto de invitación: la de cuantos nos ocupamos de fomentar su conocimiento y contacto, de procurar las mejores condiciones para que la realidad siempre imprevisible de ser selector sea posible.

Ángel Cabrero Ugarte

Antonio Basanta, Leer contra la nada, Siruela 2017