Misericordia y perdón

 

El papa Francisco no cesa pacientemente, en su predicación escrita y oral, de subrayar la importancia de perdonar y de pedir perdón, como elementos fundamentales para construir una sociedad bien cimentada en la caridad, la humildad y el respeto mutuo.

Precisamente, en estas semanas del mes de los difuntos que vamos a vivir y del día de todos los santos, vale la pena releer las ideas del santo Padre. Así traemos a colación el interesante trabajo del  historiador de la Teología del sacramento de la confesión el profesor Arturo Blanco, en un trabajo luminoso sobre la penitencia: “Para los hombres el perdón es una realidad ardua, a veces difícil de entender y, aún más de practicar. Los hombres tienden a ser inclementes con los demás e incluso consigo mismos. No es raro que la desesperación les arranque la comprensión de los errores ajenos y también de los propios. Sólo Dios sabe perdonar todo y perdonar siempre” (14).

Enseguida descendía a la conversión personal en el sacramento de la confesión, pues quien experimenta en primera persona el perdón misericordioso de Dios puede convertirse en testigo de la paz y de la esperanza.

Así mismo el profesor Blanco se detiene en las facilidades que Dios nos ha dado para acudir a la confesión, la facilidad con la que Dios nos perdona y lo accesible que nos resulta decir los pecados a un sacerdote, hombre como nosotros, que a la vez nos perdona en nombre y en la persona de Jesucristo: “Es un gran misterio que el perdón de Dios sea concedido a los hombres por medio de otro hombre: eso es aún más sorprendente, es un gran sacramento” (14).

También hemos de recordar las sabias palabras de san Agustín, cuando señalaba que al oír las palabras del mismo Cristo: “yo te absuelvo”, podemos estar bien seguros de haber sido perdonados y eso devuelve la paz a nuestras almas.

Es interesante recordar estas enseñanzas sencillas y claras: “El perdón divino resulta incomprensible al hombre también porque su corazón es mezquino. Así se explica que haya habido, entre los cristianos, quienes pensaron que algunos pecados no admitían perdón, al menos sobre esta tierra; y que fuese necesario reafirmar en diversas ocasiones que el perdón divino no conoce límites provenientes del tipo de ofensa o de su número. La mezquindad humana lleva también a abusar de ese perdón; por eso, la Iglesia ha tenido que exigir a veces especiales condiciones antes de conceder el perdón que administraba en nombre de Dios” (15).

Es importante citar en este punto al profesor José Antonio Íñiguez, especialista en historia antigua, quien en un simposio celebrado en 1987 en la Universidad de Navarra sobre la Exhortación apostólica Reconciliatio et poenitentia, recogía muchos testimonios de los Hechos de los Apóstoles, de los Padres de la Iglesia ,para mostrar como la confesión sacramental auricular y secreta, era algo habitual, entre los primeros cristianos, por ejemplo decía san Juan, hablando del amor paterno de Dios, en su primera epístola: “Si confesáremos nuestros pecados, fiel es y justo para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda iniquidad (…). Hijitos míos, es escribo esto para que no pequéis; pero si alguno pecare, tenemos abogado ante el Padre, a Jesucristo Justo” (1 Io 1,9; 2,1). Son palabras que conectan con la carta del papa Inocencio I a Decencio de Gubbio: “es responsabilidad del sacerdote juzgar la gravedad de los pecados; por eso considere bien la confesión del penitente, el llanto y las lágrimas de los que se arrepienten, y luego absuélvalos con una adecuada satisfacción” (PL 20, 559).

Así nos recordará nuestro autor, como una conclusión: “Ver el sacramento como un juicio -de misericordia y de perdón- permitía conjugar a la vez esos dos principios (actos del penitente y la absolución del sacerdote) de manera comprensible  y sin anular el misterio que encierran” (94).

Y terminará con una llamada al crecimiento en el amor: “La simple frecuencia de la confesión no basta para garantizar el desarrollo y el progreso de la vida cristiana; lo consigue eficazmente solamente cuando va unida a un verdadero proyecto de lucha ascética personal por servir a Dios y a los demás; de otro modo, esa práctica puede dar paso a situaciones de falsa devoción y de celo sólo aparente” (140).

José Carlos Martín de la Hoz

Arturo Blanco, Historia del confesonario, de. Rialp, Madrid 2000, 217 pp.