Príncipe de la paz

 

Entre las muchas cuestiones acerca de la teología de la historia abordadas por el profesor Juan María Laboa, cvatedrático de Historia de la Iglesia, de la Universidad Pontificia de Comillas, en su reciente trabajo sobre la interpretación integrista, fundamentalista e intolerante de la historia, deseo ahora detenerme en un capítulo de gran interés y actualidad, el que ha dedicado a la violencia y hecho religioso.

Comienza nuestro autor comentando que estas cuestiones se han puesto de nuevo de actualidad, merced a los sucesos del 11-S y, en general, al uso de la violencia por parte del fundamentalismo islámico para iumponer su fe en el mundo. Evidentemente, es fácil responder a esas objecciones que la expansión de la Iglesia se produjo y, se seguirá producindo siempre, en un clima de evangelización, lleno de persuasión y de libertad, pues sin esas condiciones es imposible agradar a Dios y considerar válidos nuestros actos.

El Evangelio y la doctrina de Jesús, de hecho, rompen el clima de violencia de la época y desarman a sus contrincantes recomendando a los suyos no sólo envainando la espada como indica a Pedro en la escena del prendimiento, sino también dejando toda espada y lucha para ser capturado, e incluso presentando la otra mejilla, no solo externamente, sino también internamente, pues Jesús es verdaderamente el Príncipe de la paz (Is 9, 6).

De hecho, Jesús les decía en el largo discurso de la última cena: “La paz os dejo, la paz os doy, y no os la doy como la da el mundo” (Io 14,27). Y en los hechos de los apóstoles, es el Apóstol Pablo quien dice: “A éste Dios exaltó a su diestra como Príncipe y Salvador, para dar arrepentimiento” (Act 5, 32).

El Nuevo Testamente, por tanto, que llevará a plenitud el Antiguo Testamenteo, está transido de constantes llamadas a la amistad, al amor al prójimo, a la paz, y, en cambio propicia siempre la lucha espiritual de cada cristiano; de cada uno consigo mismo, para dominar las pasiones y, por tanto, ser verdaderos constructores de la paz en el mundo porque arraigue la paz en los corazones, en las conciencias.

Segidamente, Laboa narrará someramente la realidad de tres primeros siglos de persecuciones periódicas que sufrieron los cristianos; tiempos de martirios y de destrucciones de templos interiores, de paciencia ante la dificultad, pues como “el oro se acrisola en el fuego, también el hombre se acrisola en la tribulación” (Prov 27,21).

Finalmente, se detiene en el gran debate que tuvo lugar entre los primeros cristianos acerca de si podían colaborar con el ejército, si podía haber crstianos en la milicia, pues el cristianismo era religión de paz (242). Jesús había curado al siervo del centurión, había habido mártyires que eran soldados como los 40 de Sebaste o el oficial San Sebastián.

Enseguida, explicará los estudios de san Agustín, a través de los clásicos, como Cicerón acerca de las condiciones de la guerra justa, que quedarán plasmadas en el tratado, también clásico, de civitatate Dei (244).

El debate, por tanto, se centrará a partir de entonces, hasta nuestros días; ¿Porqué hemos tardado tanto en creear realmente un clima en el que la revelación divina y el Evangelio hayan transformando los valores culturales y se avance en alcanzar la paz en el mundo?

Parece .que se acerca lentamente la desaparición de la violencia, Por ejemplo, el papa Francisco ha logrado la inclusión de la reciente abolición de la pena de muerte en el catecismo de la Iglesia católica.

José Carlos Martín de la Hoz

Juan María Laboa, Integrismo e intolerancia en la Iglesia, ediciones PPC, madrid 2019, 301 pp.