Violencia y evangelización

 

Ángela Pellicciari en su reciente trabajo sobre la historia de la Iglesia, publicado en la Biblioteca de Autores Cristianos, aborda el tema de la violencia para extender la fe cristiana, con varios hechos históricos y vale la pena comentarlo. En primer lugar se refiere al famoso eremita romano san Benito (480-547) quien llevaba varios años viviendo solo en las cercanías de Subiaco, cuando se descubrió su santidad de vida y se difundió por toda la comarca. Fueron muchos los que acudieron allí para hablar con él; unos quisieron imitarle y, otros, instigados por Satanás matarle, de modo que san Benito tuvo que trasladarse al valle de Cassino a un monte. Allí floreció el monasterio de Montecasino, donde florecerá una comunidad y donde redactará la regla que servirá de inspiración para otros muchos monasterios del mundo entero hasta la actualidad.

Pero la profesora nos recuerda que san Benito, en Montecasino, comenzó por destruir los restos de un templo dedicado a Apolo: “hizo pedazos el ídolo, volvió el altar, arrancó las plantas de raíz y donde estaba el templo erigió un oratorio en honor de san Martín y donde estaba el altar colocó una capilla que dedicó a san Juan Bautista". A lo que añade: “Luego se volvió a la gente que vivía en los alrededores y con predicación asidua los invitaba a la fe” (59). Y comenta: “A nuestros ojos la destrucción de los ídolos y de los templos paganos parece incomprensible. Y sin embargo es esto lo que hizo Benito, seguramente dotado por Dios de dones extraordinarios”.

Enseguida, añade otro hecho histórico: “La misma cosa hará otro benedictino, Bonifacio, el apóstol de Alemania muerto mártir a los setenta años por haber abatido un roble sagrado de los frisones, los primitivos habitantes de Holanda”. Y, entonces, señala que: “Durante mucho tiempo la Iglesia creyó que la batalla contra el paganismo, es decir contra el demonio, sus ídolos y sus ritos, tenía que hacerse con determinación destruyendo en algunos casos incluso los objetos y los templos”.

Finalmente, añadirá a modo de conclusión que esto ahora ya no se hace así. Efectivamente, basta con leer el Motu propio Ubicumque et semper, de Benedicto XVI cuando constituye el Pontificio Consejo para la promoción de la Nueva Evangelización 21 septiembre de 2010: “en la raíz de toda evangelización no hay un proyecto humano de expansión, sino el deseo de compartir el don inestimable que Dios ha querido darnos, haciéndonos partícipes de su propia vida”.

Es interesante el comentario de la profesora Pellicciari: “¿Eran todos nuestros antepasados católicos bárbaros violentos? ¿Lo habrían sido incluso los más grandes entre ellos? Conviene plantearse esta cuestión porque quizás hoy en día haya cosas que escapan a nuestro entendimiento” (60).

Evidentemente, volver hacia atrás en la historia y meternos en la mentalidad de la época puede resultar a veces incomprensible, de ahí que debamos agradecer al Espíritu Santo que nos sostenga en la fe, pero también que nos haya iluminado para rectificar como hizo san Juan Pablo II el 12 de marzo del 2000, cuando pidió perdón por los pecados de los cristianos y especialmente del uso de la violencia para defender la fe.

José Carlos Martín de la Hoz

Angela Pellicciari, Una historia de la Iglesia, ed. BAC, Madrid 2017, 307 pp.