Berlín. La caída: 1945

El autor reconstruye en este libro la última gran batalla europea de la segunda guerra mundial y la estremecedora agonía del Tercer reich. Con rigurosas técnicas documentales semejantes a las empleadas en Stalingrado pero con mayor aliento épico y más densidad política, Beevor combina un talento de militar e historiador con dotes narrativas que describen la complejidad de las grandes operaciones militares y la lógica de las decisiones de sus mandos como los sentimientos de la gente común atrapada en un torbellino de fuego y metralla.

Ediciones

Edición Editorial Páginas ISBN Observaciones
2002 Crítica
542
978-84-8432-706-6
2006 Planeta deAgostini
536
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Las cosas de la Segunda Guerra Mundial y su consecuencia, la guerra fría, parece como si quedaran ya muy lejos. En ‘Berlín. La caída: 1945’ el historiador Anthony Beevor no cuenta cosas nuevas, pero sí suficientemente ordenadas y salpicadas con testimonios de los supervivientes, para que el libro se lea con el interés de una novela. Antes de la reciente invasión de Irak el papa Juan Pablo II pronunció una célebre frase: “Las guerras se sabe como empiezan, pero no como terminan”. Fue el caso de Alemania. La brillantez de sus campañas de ocupación de Francia y Rusia, el desastre de Dunquerque, la batalla aérea de Inglaterra, la guerra submarina o los éxitos de Rommel en el desierto se convirtieron en la mayor derrota que había sufrido nunca el pueblo alemán, en la que perdió gran parte de su territorio, otra parte la tuvo ocupada durante décadas, perdió población y la industria, que había sido su orgullo. Berlín nunca más volvió a ser la capital cultural y científica europea como lo había sido antes de la Guerra Mundial. La segunda cuestión es sobre el papel negativo de las ideologías, especialmente del nacionalismo, a la hora de mantener la paz. Hitler convenció al pueblo alemán que su locura era por el bien de Alemania: Tomar la revancha por el humillante Tratado de Versalles, obtener un ‘espacio vital’ para su población, rescatar a las minorías alemanas afincadas en otros países, anexionarse Austria, obtener un paso hasta Dantzig, etc. Beevor constata, en el último capítulo, como los supervivientes no tenían un sentimiento de culpabilidad por lo que había ocurrido; manipulados por la propaganda del régimen pensaban que se habían cometido errores que les llevaron a perder la guerra, pero carecían de un sentimiento moral negativo sobre una guerra de agresión. Al contrario, insiste Beevor, los alemanes creían que eran los Estados Unidos los que les habían declarado la guerra a ellos y no al contrario. No dejamos de sorprendernos, y el libro lo subraya, como los nazis, que no habían tenido escrúpulos en concertar un tratado con Stalin a fin de repartirse Polonia, al final de la guerra corrían a entregarse a los ejércitos occidentales por miedo a los soviéticos; y es que “no hay peor cuña que la de la misma madera”. Sobre el injusto Tratado de Yalta, que amplió la esfera de influencia de la Unión Soviética sobre Europa central, nos preguntamos qué otra cosa podían haber hecho los aliados. ¿Fueron ingenuos los norteamericanos al confiar en Stalin? Desde luego que sí. ¿Llevaba la razón Churchill cuando pensaba en la Europa de postguerra? Si. ¿Fueron traicionados algunos pueblos como Polonia? Si. Beevor nos recuerda que los Estados Unidos tenían pendiente todavía la guerra del Pacífico y su prioridad era terminar la guerra en suelo europeo; además en éste lo que hacían falta eran soldados para ocupar el territorio y la Unión Soviética los tenía. Explica el autor como los rusos dieron varios repasos al Gulag a fin de obtener soldados para el frente. Lo llamaron “redención de los delitos por la sangre”. Esta posibilidad sólo afectaba a los delitos comunes o militares ya que hasta el final de la guerra se siguieron realizando detenciones dentro del ejército por delitos políticos, tales como criticar a Stalin (ver Soljenitzin). El general Kuzov, favorito de Stalin y vencedor de Berlín, fue confinado a su vuelta en arresto domiciliario hasta el final de sus días, a causa de la popularidad que había alcanzado en el ejército y entre la población civil, superior a la del propio Stalin.

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Antony Beevor reconstruye en este libro la última gran batalla europea de la Segunda Guerra Mundial y la estremecedora agonía del Tercer Reich. Con rigurosas técnicas documentales semejantes a las empleadas en Stalingrado pero con mayor aliento épico y más densidad política, Beevor combina como nadie un extraordinario talento de militar e historiador con unas dotes narrativas fuera de lo común para describir tanto la complejidad de las operaciones militares y la lógica de las decisiones de sus mandos como los sentimientos de la gente común atrapada en un torbellino de fuego y metralla: la desesperación de Hitler, los deseos de venganza de Stalin, la impotencia de Guderian o la astucia de Zhukov, pero también la paradójica inocencia de unos niños jugando a la guerra con espadas de madera en mitad de sus casas destruidas por las bombas o el asco y el resentimiento de las mujeres brutalmente violadas por soldados soviéticos, al tiempo que fanáticos de las SS ejecutan a cualquiera que se atreva a ondear una bandera blanca... "Berlín se parece - ha escrito Michael Burleigh - al gran poema épico de Alexander Solzhenitsyn Noches prusianas, sólo que apoyado en impresionantes fuentes documentales. Es una obra maestra de la historia moderna".