Cuento de Navidad

 

Estuve a punto de asesinar a un hombre. ¿Por qué no lo hice? Soy buen cazador. Agazapado entre los riscos que llaman del Berrueco Alto, no muy lejos de mi casa, lo vería subir por el sendero y llegar al collado de las Torcaces para bajar hacia la suya por la otra vertiente. Él no me podría ver, si yo no me dejaba, y, además, dispondría de tiempo para prepararme tranquilamente, sabía que no iba a fallar. ¿Por qué no lo hice? Aquel vecino nos había hecho mucho daño a mi familia y a mí –amparado en el caciquismo y en la obsesión por vengar agravios ancestrales–; la última víctima había sido Remedios, mi mujer, que no pudo soportar tanta extorsión ni la pena por la muerte de nuestro primogénito, que ella y yo estábamos convencidos de que no había sido por un accidente…, aunque no se pudiera probar; por mi parte, sentía que no tenía ya nada que perder. Pero no lo hice.

Me había apostado entre las peñas, bien protegido por los muros ruinosos de un redil abandonado. Solo tenía que esperar, sabía que el hombre regresaría desde el pueblo a su casa hacia las seis de la tarde, porque bajaba cada domingo a jugar la partida en el casino y regresaba antes de que oscureciera. Pero no lo hice.

Eran las cinco de la tarde. Dejé la escopeta cargada a los pies de un enebro que crecía junto al tapial roto y me dispuse a observar, a esperar a que el hombre apareciera unos doscientos metros más abajo, en campo abierto, después de haber rebasado el quejigar que rodea el pueblo. Entonces cogería el arma, me acomodaría y elegiría el instante preciso para asestarle dos tiros, cuando, después del tramo más empinado, llegara jadeante al collado, que allí forma una pradera ancha y llana entre los riscos del Berrueco Alto y del Berrueco Bajo. Pero no lo hice.

Ocurrió inesperadamente, se oyeron unas esquilas y, al poco rato, apareció mi vecino Mateo con el rebaño. La primera reacción fue de enojo, pero reflexioné y pensé que aquello no suponía ningún contratiempo para mis planes, más bien todo lo contrario, porque el pastor tenía tantos motivos como yo para odiar al hombre e incluso podría apoyarme en él para defenderme ante la justicia, pues estaba seguro de que Mateo me encubriría, si fuera necesario.

Pero el rebaño… De repente, al ver las ovejas –estábamos en Adviento–, vinieron a mi memoria unas imágenes de muchos años atrás, que había olvidado. Éramos niños –siete hermanos– y, al acercarse la Navidad, nuestra madre preparaba el belén en un rincón de la cocina –cerca de la gran chimenea–, donde transcurría buena parte de nuestra existencia, sobre todo en invierno. Era una tarea fascinante que esperábamos con ilusión año tras año. Nuestra madre era muy habilidosa, lo mismo para elaborar mantequilla, quesos, embutidos, mermeladas, conservas, jabones y colonias que para recomponer armarios, tapizar asientos o para tejer nuestras prendas de abrigo… Cada año daba toques distintos al nacimiento, aunque las figuras y los adornos fueran casi siempre los mismos. Sin embargo, había algo que nunca faltaba: el rebaño de ocho ovejas, ni una más ni una menos. Pero se trataba de unos corderos singulares, porque cada uno llevaba un nombre –el del marido o el de uno de los siete hijos–, pintado con letras de color almagre en el espinazo.

Nuestra madre colocaba el rebaño guiado por una pastora cerca de la gruta del pesebre, pero, durante el Adviento, día tras día, la disposición de las ocho ovejas podía variar, pues dependía de cómo nos hubiéramos portado. A mejor conducta, más cerca de la cueva con el Niño, la Virgen y San José, el coro de ángeles y los pastores con sus presentes; y, cuando se acercaba la Epifanía, con Gaspar, Melchor, Baltasar y sus pajes y camellos… Si uno se había portado mal, era relegado a los últimos puestos. Así día tras día, hasta que pasara la Navidad y Año Nuevo y Reyes… Solo nuestra madre podía mover las ovejas, todo dependía de su veredicto inapelable sobre nuestra conducta diaria. En esto, nuestro padre no podía intervenir, en parte porque se pasaba casi todo el día en el campo, pero, además, porque la oveja que lo representaba también figuraba en el belén, y alguna ocasión hubo en que mi madre lo retiró un poco, aunque nunca supimos por qué. No he olvidado –y aún me duele y siento remordimientos– la ocasión en que mi oveja estuvo castigada, durante dos semanas, en una esquina del belén –muy apartada de las demás figuritas–, porque había pegado a mi hermana Julia… Aquel año los Reyes Magos me trajeron carbón.

Estas imágenes pasaron por mi memoria mientras el rebaño de Mateo cruzaba, unos metros más abajo, por la galiana, de vuelta hacia los corrales… Cuando ya se alejaban los balidos y el goteo de las esquilas, el hombre surgió del bosquecillo, parecía fatigado, era probable que, en el casino, hubiera bebido más de la cuenta… Cogí el arma, apunté, el blanco era perfecto, pero no disparé, me oculté entre las peñas y dejé que el hombre siguiera su camino… Estaba oscureciendo, cuando pasó muy cerca de mí.

Luis Ramoneda, diciembre de 2016