Está muy de moda, desde hace ya un tiempo, el empeño por hacer algo de ejercicio todos los días. Creo que podríamos decir que sobre todo entre hombres, pero también entre mujeres. Lo recomiendan los médicos, aunque creo que, sobre todo, cuando se trata de gente mayor. Entre los jóvenes pienso que es una especie de preocupación por tener un cuerpo perfecto. Puede ser vanidad o puede ser precaución para mantenerse sanos. Pero llega a ser obsesivo.

Cuando se les indica en la dirección espiritual la conveniencia de hacer un rato de oración mental cada día, al menos de 15 minutos, con frecuencia advierten que no será fácil sacar tiempo. Te miran como diciendo “si usted supiera la cantidad de cosas que tengo que hacer…”. Luego, si indagas un poco, te enteras de que dedican un buen rato de su día a la gimnasia, ejercicios matutinos, caminar, etc.

También es frecuente que por la mañana temprano se vayan al gimnasio y allí dedican media hora, y a veces más, a sus ejercicios gimnásticos, para estar en plena forma. Esto lo he observado yo, cuando salgo temprano para celebrar misa y veo en el gimnasio-escaparate que tengo enfrente a chicos y chicas levantando pesas o haciendo movimientos gimnásticos por el suelo, bajo la vigilancia del experto.

No tienen tiempo para hacer un rato de oración, que les haría tanto bien para el alma, pero no ponen en duda ni un instante que deben hacer ejercicios físicos por la mañana temprano. O sea, resumiendo, el crecimiento de la vida interior, el cuidado del alma es algo secundario y malamente hay tiempo. Para el cuidado del cuerpo no se ahorra, día tras día, un buen rato. No se discute. Y esto entre personas se consideran cristianos y que, por supuesto, van a misa los domingos.

Leo en un libro de gran interés: “La mayor perfección del ser humano debemos encontrarla no en los aspectos que lo asemejan al universo y demás cosas creadas, sino en aquellos que más lo acercan al creador. Estos aspectos sin duda se hallan en el alma, hasta el punto de que muchos autores, entre ellos san Agustín y santo Tomás de Aquino, han afirmado que lo que más propiamente está hecho a imagen de Dios es el alma, no el cuerpo. Por eso, el ser humano debe aprender a actuar y a situar su propio yo en el alma, y desde ahí iluminar y operar en las dimensiones inferiores”[1].

El hombre es ante todo un ser llamado a la vida eterna, a la felicidad eterna con Dios, es lo que debe buscar a lo largo de su vida. Para eso estamos aquí, en nuestro paso por la tierra. ¿Hay que cuidar el cuerpo? Sí, claro. Pero lo primero es lo primero.

“El alma humana es personal, es decir, espiritual, individual, libre y relacional, llamada a unirse amorosamente con Dios. Y esa unión, como la propia alma, es expansiva, dinámica y libre, se va desplegando poco a poco. Por eso, como explicó Santa Teresa (…) el alma tiene muchas moradas. Cada una de ellas constituye un peldaño en nuestro encuentro con Dios, hasta, en la tradición cristiana, poder llegar a decir con San Pablo: ‘ya no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí’”[2].

Lo que realmente importa en nuestra vida es ir subiendo esos peldaños.

Ángel Cabrero Ugarte

 

[1] Domingo Oslé, Rafael. Espiritualizarse, p. 68 

[2] p. 69