La Iglesia de comunión

 

Parte importante de la vida de la Iglesia desde el Concilio Vaticano II hasta nuestros días, tanto desde el ángulo de la jerarquía como de los fieles cristianos, ha consistido, como en ocasiones históricas anteriores, en aplicar a la vida personal y eclesial, las luces poderosas que el Espíritu Santo ha infundido a través de los Decretos y Constituciones Conciliares y que, lógicamente por su gran calado, todavía distan mucho de considerarse asimiladas por los cristianos como para convocar un Concilio Vaticano III, como algunos “profetas” vaticinan periódicamente.

En efecto, cuestiones de un profundo significado eclesial y espiritual, como pueden ser la llamada universal a la santidad de todos los cristianos, la tarea urgente de los laicos en la cristianización del mundo desde dentro, la clarificación vocacional y eclesial entre cristianos corrientes, consagrados y religiosos y un largo etc., de cuestiones pendientes, de las que unas apenas están planteadas, otras vividas todavía con mediana intensidad y, otras quizás, escasamente presentadas e hilvanadas.

Evidentemente, la Iglesia de comunión es una rica y precisa definición de la Iglesia que participa de la comunión de Dios y está llamada, como Sacramento universal de salvación, a construir una comunión entre los bautizados que nos lleve a respetar y amar los carismas que el Espíritu Santo ha ido derramando en la Iglesia, para evitar la uniformidad a la vez que suprimir críticas, celotipias y animadversiones que rasgan la túnica de la Iglesia y la ensucian.

De hecho, hay un viejo refrán castellano que dice que se “coge antes a un mentiroso que a un cojo”, pues el que habla aparentemente por hablar, con veladas insinuaciones o con enrevesadas intenciones de hacer daño a otra institución de la Iglesia, tergiversando los hechos, terminará por ser pronto descubierto, porque la verdad siempre acaba por imponerse ante Dios y ante los hombres.

Estos días leía la crítica ácida y desconfiada de Blas Pascal (1623-1662) en sus famosas dieciocho cartas dirigidas al Provincial de los jesuitas de Francia; un verdadero fracaso teológico y canónico puesto que no logró ninguno de sus objetivos que se había propuesto.

Desde el punto de vista doctrinal y moral, son muchos y complejos los problemas abordados con los que ataca duramente a los jesuitas acusándolos de relajar la moral para congraciarse con la corona y el pueblo, pero apenas puede resolver los problemas pues no los conocía en profundidad y adolecía de la necesaria formación teológica y apenas podía aportar más que algunas sencillas nociones del catecismo.

Desde luego en el caso de la filosofía moral, o moral económica como se denomina actualmente, abordada en la carta octava, París el 28 de mayo de 1656, demuestra que desconocía las aportaciones de Francisco de Vitoria y de la Escuela de Salamanca. Tampoco lograría devolver a la Iglesia la necesaria confianza en una sociedad imbuida en la ilustración, como todas las instituciones del momento.

José Carlos Martín de la Hoz

Blas Pascal, Cartas al Provincial, edición de Madrid de 1846, Carta 8, Paris 28 de mayo de 1656, pp. 112-114.