La puerta de la fe

 

En el año de la fe, el santo Padre Benedicto XVI publicó un documento preparatorio con el nombre de “Porta fidei”, donde recordaba a todos los cristianos que el bautismo es la puerta de la fe y, por tanto, tras atravesar el umbral podemos entrar a gozar del tesoro de la Revelación, de los Sacramentos y de la vida de la Iglesia con Jesucristo y todo el pueblo cristiano de todos los tiempos.

Precisamente, la fiesta del bautismo del Señor que hemos celebrado recientemente, se nos recuerda que hemos terminado el tiempo de Navidad y que nos hemos incorporado al tiempo ordinario. Es decir, tras imitar el bautismo del Señor, que él mismo purificó las aguas y las convirtió en la materia del sacramento de la iniciación cristiana, debemos imitarle en su vida hasta la muerte y resurrección.

Por tanto, no hemos entrado en la Iglesia para quedarnos en la puerta, ni para observar atentamente lo que allí se nos ofrece, pues en la puerta suceden las corrientes y los enfriamientos, es decir la fe congelada, convertida en un paquete de ideas, en un código de conducta, en una religión de un Dios lejano.

La entrada en la Iglesia es para conocer y amar a Jesucristo y trabajar para Él y para su gloria, por amor a Dios y a todas las almas. En ese sentido al sacramento del bautismo se añade el de la confirmación, que viene en nuestro auxilio para darnos la fortaleza necesaria para ser fieles en las dificultades y problemas de la vida y la gracia necesaria para aprender a amar con la mayor delicadeza.

Como afirmaba con buen humor san Gregorio de Nisa en su tratado sobre la santidad: “Los cristianos no son santos porque son inconstantes”. De ahí que la solución que ofrecía fuera la conversión al amor permanente.

Es decir, la docilidad a las inspiraciones del Espíritu Santo puede enfocarse de dos maneras; la primera para convertir el corazón y reilusionarlo en el amor y, en segundo lugar, como docilidad para secundar las inspiraciones del Espíritu Santo e ir siempre a más en el amor.

Precisamente, en la escena del evangelio del bautismo del Señor, cuando Jesús se levanta de las aguas, desciende el Espíritu Santo en forma de paloma y se oye la voz de Dios Padre que exclama: “Este es mi Hijo muy amado en quien tengo puestas mis complacencias” (Mt 3,17).

Es muy conmovedor que a lo largo de la vida, Dios Padre pueda mirarnos muchas veces como hijos muy amados, porque cumplamos libremente la voluntad de Dios, no solo de vez en cuando sino habitualmente.

Finalmente, recordemos que Dios nos ha llamado a ser hijos predilectos, es más, como expresaba Mons. Fernando Ocáriz Prelado del Opus Dei, los cristianos somos “hijos en el Hijo”.

Como afirmaba san Josemaría “El que no se sabe hijo de Dios, desconoce su verdad más íntima, y carece en su actuación del dominio y del señorío propios de los que aman al Señor por encima de todas las cosas” (Amigos de Dios, n.26).

José Carlos Martin de la Hoz