La difusión inicial del cristianismo fue un fenómeno típico de la generación apostólica (30-70 d.C.). Sin embargo, aquella primera evangelización no habría tenido un efecto duradero si en las comunidades de los seguidores de Jesús no se hubiera dado un arraigo de las creencias y de la forma de vida cristianas.
De esta tarea de consolidación, decisiva para el futuro del cristianismo, se ocupó con paciencia y perseverancia la generación siguiente (70-110), que siguió la labor iniciada por los primeros misioneros.