La Cuaresma es el momento más adecuado para
buscar la armonía de la vida. Es la ocasión de acallar las estridencias,
retocar los desajustes, templar las faltas de tono. En el correr de la vida
desafinamos mucho y con demasiada frecuencia. Corremos tanto que el alma se
desencaja.
La oración es temple, es abrir el corazón a
Dios, y en esa luz es donde contemplamos el caos. Es entonces el momento de
apretar clavijas, con espíritu de penitencia. Tiempo de darle al cuerpo un poco
menos de lo que pide. Es el plazo de deshacer entuertos con un empeño de
misericordia, que a veces es simplemente rehacer la justicia.
El desorden es egoísmo, la generosidad armonía,
y siendo generosos vemos la vida de una forma mucho más bella. La humildad es
reconocimiento del propio error y nos hace verdaderos y auténticos, y entonces
la existencia empieza a ser melodiosa, más lógica, más agraciada.
Quien piensa que la penitencia es masoquismo es
porque no tiene conciencia del destrozo ocasionado en su alocada carrera. Quien
no sabe ser misericordioso es porque nunca experimentó que "hay más dicha en
dar que en recibir". Quítate de caprichos y gastos excesivos y dáselo a los
pobres, empezarás a conocer lo que es concordia interior, encuentro con la divinidad.
Hace falta perspectiva para ver los colores y
las formas. Hay que subirse a la Cruz para verlo todo desde arriba. Triunfar
con Cristo desde el patíbulo. Desde ese punto de vista no llamarás éxitos a tus
abusos. Se te helará la sonrisa ante tus excentricidades. Observarás sin
engaños el desorden.
Solo desde de Cristo, desde la oración y la
penitencia podrás conocerte y dar el primer paso hacia
la humildad. Solo desde la humillación llegarás a la sinceridad de corazón y al
auténtico conocimiento. No hay nada más triste que el ciego que no se ve, que
no se conoce, y es demasiado frecuente, porque la soberbia ciega.
Sólo si te acercas al Crucificado podrás
reconocer tus miserias y pedir perdón. Como escribió Juan Pablo II: "El hombre
que se arrodilla en el confesionario para manifestar sus culpas, subraya en ese
particular momento su dignidad de hombre. Con independencia de cuanto pesen sus
culpas sobre su conciencia, de cuanto hayan humillado su dignidad, el acto
mismo de la confesión en la verdad, acto de conversión a Dios, manifiesta la
particular dignidad del hombre, su grandeza espiritual"
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Ángel Cabrero Ugarte
Radio Intereconomía, 29 de febrero de 2008, 20,15
horas
Para leer
más:
Hahn, S. (2006) Señor,
ten piedad, Madrid, Rialp
Manglano, J.P. (2006) El
libro de la confesión, Barcelona, Planeta
Nouwen, H. (1999) El
regreso del hijo pródigo, Madrid, PPC
Cañardo, S. (2003) ¿Necesita
Dios de un hombre para perdonarme?, Barcelona, Desclée de Brouwer
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style='font-size:10.0pt;font-family:Arial;mso-fareast-font-family:"Times New Roman";
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Wojtyla, K. (1979) Signo de contradicción,
Madrid, BAC, p. 182