Parte importante de la vida de la Iglesia desde el Concilio Vaticano II hasta nuestros días, tanto desde el ángulo de la jerarquía como de los fieles cristianos, ha consistido, como en ocasiones históricas anteriores, en aplicar a la vida personal y eclesial, las luces poderosas que el Espíritu Santo ha infundido a través de los Decretos y Constituciones Conciliares y que, lógicamente por su gran calado, todavía distan mucho de considerarse asimiladas por los cristianos como para convocar un Concilio Vaticano III, como algunos “profetas” vaticinan periódicamente.