Hace muchos años, leía con detenimiento la narración de la aventura de unos centroeuropeos que tuvieron un accidente de avión y quedaron náufragos en una apartada isla del Pacífico, en la cual vivieron en amistad y compañía bastantes años antes de ser rescatados y devueltos a la vida civilizada. Entre las muchas peripecias de aquella aventura, se explicaba que, como eran todos protestantes, más o menos religiosos, con toda naturalidad decidieron nombrarse un pastor que tomara sobre sus hombros la nueva comunidad cristiana que formaban aquellos hombres y mujeres y se ocupase no solo del oficio dominical, sino de confortarles en sus necesidades espirituales que, como seres humanos normales y corrientes, no les faltaron en aquel retiro forzado.