Los modos de vida urbanos, con tanto ajetreo, tanta prisa, tanto ruido no facilitan la contemplación ni el sosiego. En Prisionero en la cuna (Encuentro, 2020) –igual que en libros anteriores–, Christian Bobin nos enseña a mirar, nos asombra con su capacidad para captar la belleza de objetos nimios, de situaciones aparentemente llenas de vulgaridad; la belleza de lo que no sirve para nada, según las coordenadas en las que solemos movernos: para contemplar la naturaleza –que es el rostro de Dios soñando–, únicamente tenía las malas hierbas que hendían con su felicidad las aceras de mi calle y las margaritas de los jardines obreros, pequeñas colegialas con cuello de Peter Pan que conversan en un internado de hierba verde (págs.. 51-52).