En el mes de marzo de 1539, en la antigua y reformada ciudad de Ginebra, en la actual Suiza, se recibía una, extensa, amable y elegante carta escrita en un latín ciceroniano y firmada por el cardenal humanista italiano de sesenta años Jacopo Sadolero, que había sido nombrado cardenal por el papa Paulo III en 1536 junto personalidades tan significativas como Pole y Cafarra. Efectivamente, la carta llegaba redactada como miembro activo de la Comisión cardenalicia creada por el papa para la reforma de la Iglesia, como se decía entonces caput et membris, y no dejaba resquicio para la duda: se trataba de una petición de cuentas en toda regla a dicha ciudad.