Por la mañana del 10 de mayo de 1794 en la ciudad de Paris, en plena revolución francesa, la princesa Madame Élisabeth, hermana del rey de Francia Luis XVI, se recogía para hacer un rato de oración personal en la intimidad de la estrecha celda que se le había asignado en la cárcel del pueblo, durante aquella salvaje e incontrolada revuelta, y en ella realizaba un acto perfecto de abandono en las manos de Dios, cuando exclamaba con sencillez y confianza totales: “Ignoro por completo, Señor qué me pasará hoy. Todo lo que sé es que no me pasará nada que Vos no hayáis previsto desde toda la eternidad. Esto me basta, Señor, para estar en paz. Adoro vuestros designios eternos” (13).